Lo decapité lentamente. Mientras el líquido tibio recorría el dorso de mi mano, fui lo suficientemente rápido para empezar a desmembrarlo. Le arranqué de un solo movimiento toda la piel dura que recubría su cuerpo». Como un relato homicida comenzaba la noche en El Pimpi Florida.

Uno de sus espectaculares carabineros vino a transportarme a otra dimensión. El primer bocado, lisérgico, el segundo -y último- se antojó insuficiente. La cabeza, sabrosa. El Florida es una orgía para los sentidos. El gusto, potenciado por el género: un marisco para disfrutar; el oído, regalado por la inconfundible música que invita a despegarse de lo mundano; la vista, por esos carteles con el sabor inigualable del género coplero que tanto disfrutaba Jesús; el tacto de las jarras de cerveza, de las patas de cangrejo, del pan mojado en la salsa de las gambas€ Y el olfato del olor a marisco al abrir las puertas de la calle.

¡Qué sitio para pasar las noches! Un día de los buenos -que suelen ser todos- en el Florida se levanta a alguien a los sones del cuplé legionario El novio de la muerte. En un día cualquiera en el Florida se canta desafinado. En un día malo en el Florida€ No, nunca hay un día malo en el Florida, porque allí se va con amigos y con los amigos nunca se pasa mal. El reducido espacio ayuda, incluso, a hacer amistades de una sola noche que perecen cuando el último cierra la puerta. En el Florida se respira casticismo, costumbrismo, pura literatura. Se ven paleños en su salsa entre foráneos que acuden como si aquello fuera un parque de atracciones. Hablar del Florida es hablar de palabras mayores. Tan grandes como la figura de Jesús, el de la sonrisa y la buena conversación al que se le echa de menos en las noches eternas de su Pimpi.