Hace meses que deambula por el barrio. Siempre sola. A veces parece apesadumbrada, como si estuviera al pairo de las tristezas que le racionan los vientos; otras se exhibe erguida, venida arriba, con el paso firme de los que saben adónde van. De sus gracias, es su derroche de elegancia -griega, diría yo- la que la distingue. Es de pocas palabras y, cuando habla, su voz es acentuadamente nasal. Viene de un divorcio, pacífico, pero doloroso, como casi todos, y fue ella la que dio el primer paso. Los que frecuentan a Naso -que así se llama-, dicen que su decisión fue meditada y serena, y que la razón principal fue sentirse invisible. Pobre criatura. La invisibilidad empieza a devenir pandemia en este mundo nuestro. Qué jodidamente jodido debe ser tener la percepción y el sentimiento de que nadie nos mira, ni nos ve. ¡Qué soledad, Dios...!

Naso, es una nariz. Sí, una nariz. Fue la nariz de alguien, hasta que decidió pasar el resto de su vida sola. ¿Hay algo nuestro tan cercano a nuestros ojos como nuestra nariz? Entonces, si nuestra nariz no está ubicada en uno de los denominados «puntos ciegos», ¿por qué no la vemos? Cuando tomé conciencia de esta realidad, no pude reprimirme: apresuradamente me palpé la nariz en toda su dimensión, delimitando cada uno de sus pliegues. Por un momento, hasta pensé que aquella pobre nariz recién llegada al barrio pudiera ser la mía, esa nariz con la que llevo toda mi vida y a la que nunca en mi vida había mirado conscientemente. ¡Qué horror, tú...! Un sentimiento repulsivo, hacia mí, por maltratador, y una sensación de miedo a la pérdida me invadieron de repente... Pero no, no era mi nariz... ¡Qué tranquilidad...!

Cuando vivimos estos trances la nesciencia toma cuerpo. Y cuando la nesciencia se vive como experiencia en primera persona nunca se olvida. Desde entonces, varias veces al día miro a mi nariz con admiración y agradecimiento. Al principio no lograba verla, pero pronto descubrí que mirándola, primero con un ojo y después con el otro, ella se hacía presente. ¡Tiene bemoles que, a base de no mirarla, nuestro cerebro nos haya hecho ciegos de nuestra propia nariz! ¿Qué seríamos nosotros sin nariz? Aparte del olfato y de su contribución en el proceso respiratorio, sin nariz, la curiosidad, la sospecha, la hartura€ se volverían pequeñas y pobres, porque lo de «quiero asomar la nariz...», «me huelo que...», «estoy hasta las narices de...», serían ideas imposibles para las almas desnarigadas.

Ahora que sé que no estoy desnarigado, me da en la nariz que los turísticos no tomamos consciencia de algunas de nuestras realidades, porque esas realidades llevan tantísimo tiempo ante de nuestros ojos, que hasta nos estorban la vista. O sea, lo mismo que le ocurre a nuestro cerebro cuando pasa olímpicamente de ver nuestra nariz. Pensar que la solución sostenible para determinadas realidades turísticas pasa por planes que actúen sobre las causas, y no sobre los síntomas, parece que molesta y perturba a nuestros cerebros turísticos, por eso, recalcitrantemente, lo nuestro es declararnos salvadores del turismo patrio cada cuatro años, transcurridos los cuales, recurrentemente, verificamos que algunos síntomas de nuestra patología turística no solo no han mejorado, sino que han empeorado ostensiblemente.

Los males generales de los estados, de las autonomías, de las provincias y de los municipios no son subsanables solo a base del monocultivo turístico. Que el turismo es un caudaloso manantial de riqueza y de progreso es un hecho, pero el turismo, como monocultivo, nunca podrá ser la respuesta sostenible al problema general. Y, en lo particular, el turismo tampoco puede ser asumido como un universo infinito en el que todo cabe siempre.

Hubo una vez un patriarca visionario que decidió poner en marcha una pensión. La pensión creció y se convirtió en un enorme hotel. Y su familia creció. Y para darles trabajo, el páter familia impulsó otro enorme hotel. Y su familia siguió creciendo. Y para darles trabajo... Y, así, llenó el pueblo de hoteles; tantos que terminaron siendo demasiados; tantos que, desde entonces, los turísticos del lugar anduvieron tan concentrados en la estacionalidad, en los precios y en otras cosillas sobrevenidas, que sus cerebros se volvieron ciegos de realidad con perspectiva.

Moraleja: tomar consciencia de nuestra nariz y de la realidad turística con perspectiva contribuye a impedir la ceguera selectiva.