En las elecciones de hoy al parlamento catalán, una amiga no independentista va a votar una opción que sí lo es como homenaje a su madre, que falleció hará unos veinte años y que, según ella, se hubiera emocionado viendo la deriva de su país. Mi amiga no votará según su conciencia ni sus ideales, que no termina de tener claros, sino según su memoria, sus genes y sus deudas o demonios familiares. Otro amigo mío, independentista hasta el tuétano, va a votar a una opción que no lo es porque se le remueven las tripas sólo de pensar que el que va a liderar la secesión, de tener suficientes parlamentarios para hacerlo, va a ser el señor Artur Mas, que, según él, es corrupto, cínico, mediocre, privatizador compulsivo, un mal bicho y tan de derechas que en las autovías no usa el carril de la izquierda ni para adelantar. Palabras suyas a las que un amigo de ambos asiente con fervor pero que relativiza: lo importante, dice este otro, no es quién lidere la separación sino que haya, con butifarra o no, separación, ruptura, un adiós definitivo que luego, cuando se asiente, se llevará por delante a Mas y dará paso a un Romeva o a un Junqueras o a un Fernández.

Ya ven que el debate es más complejo y ameno de lo que trasciende en los medios y de cómo se lo imagina, en parte por culpa de esos medios, el resto de los españoles. Hay mil y un matices, mil y un casos, mil y una discusiones apasionadamente tranquilas (o tranquilamente apasionadas), mil y un cuentos (mentiras, interpretaciones, fábulas, bolas de cristal) de nunca acabar. Uno, que es andaluz pero que lleva residiendo casi once años en Cataluña, se pasa la vida desmontando tópicos (burdos, maliciosos, torpes, obsoletos) sobre los catalanes fuera de estas fronteras y sobre lo que aquí está ocurriendo. Aunque a ambos lados de la raya hay exageraciones interesadas (exageraciones en tono de amenaza ejercidas antes para enardecer a los partidarios que para atemorizar a los adversarios, algo que ya se ha comprobado que no funciona o que incluso se vuelve en contra de quien las profiere), el común de los catalanes posee un grado de sentido común, de respeto por el pájaro en la mano y desconfianza en los ciento volando, y de moderación natural, casi de serie, que hará, en cualquiera de los supuestos que deparen las urnas, que la sangre nunca llegue al río. Con esa confianza, que es mutua (de los dos bandos y medio que hay) aunque no lo confiesen por razones de márqueting electoral, se puede gritar todo lo gritable, argumentar todo lo argumentable o enarbolar todos los datos enarbolables sin miedo a que las aguas se salgan de su cauce.

Lo que en Cataluña se está viviendo es fascinante, sobre todo para alguien que ha venido de fuera. Histórico, me atrevería a decir si ese adjetivo no estuviera tan desgastado. Y no lo será pase lo que pase, porque es casi seguro que no pasará nada irrazonable, sino porque, se pongan como se pongan ciertos tertulianos y comentaristas vocingleros y oscurantistas, este proceso tiene que ver con la democracia y con todo lo que se juega uno cuando apuesta a fondo, sin trampas, por regímenes democráticos y los modelos de convivencia adscritos a ellos. Hoy veremos en dónde se han parado las agujas del reloj de Cataluña. Y luego, me apuesto lo que sea, comprobaremos que el reloj seguirá funcionando pese a los agoreros de plantilla.