No fue fue una noticia importante aquel día en Inglaterra. El descubrimiento el 25 de agosto de 2012 de los restos mortales de un hombre enterrado hacía muchos siglos bajo el cemento del aparcamiento de los empleados de servicios sociales del Ayuntamiento de Leicester. Aunque para aquel pequeño grupo de historiadores, Audrey Strange, Philippa Langley, Annette Carson y John Ashdown-Hill, casi no había duda: aquel esqueleto, bastante bien conservado (aunque incompleto, pues le faltaban los pies) probablemente era todo lo que quedaba del rey Ricardo III, duque de Gloucester, el último monarca de la dinastía de los Plantagenet. Las técnicas más avanzadas de la patología forense terminaron dándoles la razón.

Leicester tiene orígenes muy antiguos. Conozco muy bien esa ciudad, que he visitado con frecuencia. Tiene una de las calles más bellas de Europa, el New Walk. Cuando la inauguraron en 1785, la bautizaron como el Queen´s Walk. En honor de la reina Charlotte, esposa de Jorge III. Recuerdo que le dediqué a esa calle singular en La Opinión de Málaga un artículo con la admiración que ese lugar se merece («El New Walk», el 3 de septiembre de 2009). Fue Leicester una Civitas romana importante, como lo prueban sus yacimientos arqueológicos. En la Inglaterra de comienzos de la Edad Media fue la capital de los dominios del Rey Lear. Y sede de los Obispos de Mercia. A una veintena de kilómetros de la ciudad, en los campos de Bosworth, tuvo lugar el 22 de agosto de 1485 una batalla que cambió radicalmente el rumbo de la historia de Inglaterra. Y en muchos aspectos también el de Europa.

La dramática muerte de Ricardo III en el campo de batalla entregó el trono de Inglaterra a su más enconado enemigo, Enrique Tudor, duque de Richmond. Nada sería igual a partir del momento en el que el futuro Enrique VII dispuso que aquellos despojos sangrientos del rey derrotado fueran enterrados lo antes posible. Depositaron el cadáver de Ricardo III en una tumba que resultó ser demasiado pequeña para un hombre de su estatura. Debajo del coro de la iglesia franciscana de los Grey Friars, no muy lejos de la antigua iglesia normanda de San Martín, donde ahora se levanta la catedral anglicana de Leicester y donde los británicos y los no británicos pueden visitar la emocionante y austera nueva tumba de Ricardo III, el rey inglés que fue rescatado por unos admirables idealistas del cemento de un aparcamiento municipal.

Lo del «fair play» - el juego limpio - es una virtud netamente británica. Gracias a ésta el último de los Plantagenet fue enterrado de nuevo el 25 de agosto de este año de 2015 con todos los honores que se deben a un monarca inglés. Los historiadores que he citado tenían algo en común, aparte del sentido ético del «fair play». Creían firmemente que el buen nombre del desafortunado Ricardo fue deliberadamente maltratado por los servidores de los intereses de la Casa de Tudor. Esas cosas suelen ocurrir. Hasta el punto de que el monstruo que el gran Shakespeare nos muestra en su obra maestra - Ricardo III - se lo debemos en gran parte a los venenosos desvelos de los propagandistas al servicio de Enrique VII. Suena todo aquello como algo muy moderno. Dios salve al Rey.