El mundo es un lugar muy fácil de estropear, de tan delicado que es su equilibrio, de tan frágil que es su estructura. Ya se debería dar por bien empleada una vida que consiguiese transitar por él dejándolo, al menos, como estaba, sin empuercarlo más. Pero hay vidas que consiguen el doméstico milagro de mejorar un poco lo que se encontraron.

Es esa gente, la «noble infantería» suelo llamarla, que desde la segunda o la tercera fila de la historia cotidiana hace que esto funcione, que no se vaya definitivamente al carajo y andemos a tiros unos con otros por las esquinas. Es esa gente que hace navegable la vida y que, si tienes un poco de suerte, acaso los benévolos dioses te permitan cruzarte con una de ellas y transitar a su lado un trecho del camino.

Una de esas personas se llamaba Pedro Doblas y era mi amigo. El domingo, como del rayo, según versos del siempre vigente Miguel Hernández, se nos murió haciendo el menor ruido posible, como lo hizo casi todo en su vida. Y mira que hizo cosas y casi ninguna para sí mismo. El colegio donde me crié, el del Padre Mondéjar, en Carranque, se pudo construir gracias a que unos empresarios malagueños firmaron cada uno una arriesgada póliza de tres millones de pesetas (estamos hablando de mediados de los años sesenta del siglo pasado, cuando aquello era una auténtica fortuna), y aunque la historia no lo dirá, fue precisamente Pedro Doblas quien consiguió convencerlos para firmar el documento, poniendo en manos del inolvidable Padre Mondéjar el dinero suficiente para su milagro.

Pedro fue durante muchos años director de Relaciones Públicas de la Caja de Ahorros Provincial de Málaga, donde hizo una inmensa labor. En aquellos años lo conocí. Llegó hasta mí, como tantas cosas buenas de mi vida, de la mano de mi hermano electo Agustín Lomeña. Durante más de veinte años compartimos desayuno todos los sábados por la mañana, y cada sábado nos dábamos un atracón de tejeringos y de risas que su generosidad nunca nos escamoteó.

Y ahora Pedro no está. Miro a mi alrededor y veo que el mundo es menos hospitalario, más crudo y más áspero porque falta ese sencillo, honesto, noble y buen oficial de infantería que hacía posible, como lo hacen algunos otros, que el mundo ruede sin crujir y romperse por el eje. Y sabe uno que echará de menos el resto de su vida esa humildad que solo tienen las almas buenas para hacer cosas grandes como quitándole importancia, con una sonrisa y, encima, pagando el café.