A mí nunca me gustó bailar descalzo junto al precipicio, jugando con las fuerzas oscuras de la noche y esperando, si es que esta vida es otra cosa que no sea esperar la muerte, que la providencia detuviera esa danza maldita. Por mi propio bien. Pero hete aquí que la música, esa jodidamente dulce compañera de viaje, ahora también puede acompañarte en momentos muy chungos, de esos en los que apretujas las entrañas rezando por que el pitón pase de largo, de esos en los que el aliento es el único soplo vital que te sostiene y te dices chaval, hoy va a haber suerte. Eso le ha pasado a Carlos, un chico operado en Carlos Haya de un tumor cerebral al que los médicos pidieron que tocara el saxofón para saber que, en su laborioso viaje por el cerebro, ese gran Dios desconocido, no metían la pata seccionando la neurona inadecuada. La historia, como metáfora de muchas de las cosas que hoy ocurren, es cojonuda. Primero porque ha tenido feliz final y Carlos podrá seguir tocando el saxofón allá donde quiera. Seguro que su talento con este instrumento que sabe a jazz y a sur profundo se multiplica por quince después de haberlo acariciado en las puertas del mismo infierno. Por cierto, nunca en su entrada hubo tantos ángeles congregados riéndose del Diablo en su mismísima cara mientras las dulces melodías de Cole Porter, Miles Davis o mi adorado Coltrane invadían sus rictus y los unían en el milagro que la medicina procura diariamente, todos danzando alegre y responsablemente por erradicar el mal que roía las entrañas del joven. En segundo lugar, esto es un espaldarazo a esa sanidad pública tan denostada que ha recibido en su hígado los golpes de tijera que, tal vez, debieran haber encajado sus señorías, sus gin-tonic de 3,50 euros y sus tabletas renovadas cada año mientras le quitamos el dinero a los grandes dependientes y ahorramos en mamografías, pero que no falten coches oficiales, dietas y viajes subvencionados. Y, por último, porque ese músico y su equipo médico han demostrado que se puede tocar el saxo y ver cómo otros bailan, con un gorrito, un matasuegras y los hombros llenos de confeti, en las mismas narices del abismo sin tener que caer por ese sumidero oscuro que nos atenaza y vigila desde la atalaya de los años futuros, haciéndole un último quiebro al destino, arañando la vida, abrazándola a raudales desde la cama de un quirófano, torciendo el gesto y el protocolo y brindando con Martini por lo que sea que tenga que venir, incluso por esta sucesión de gerundios. Qué carajo, sigamos bailando mientras quede vino y la música siga dándonos sentido. Incluso alrededor de una mesa de quirófano. ¡Que siga la fiesta! Que Carlos siga tocando el saxofón. Que no se acabe esta bendita danza de vida.