Dicen que han empezado las rebajas de enero. ¡Qué bien! Espero que tengan mucha suerte al elegir su chollo del año. Yo, con lo apañada que parezco, tengo mis defectos. Me horrorizan las multitudes, tanto que, hasta viendo por televisión las procesiones de Semana Santa me dan sudores de muerte. Una no podía nacer totalmente perfecta. Recuerdo que, en mi infancia, durante mi larga estancia en Sidi Ifni, en África Occidental -entonces española- no nos faltaron nunca alimentos, mientras que en la piel de toro, todos estaban racionados y eran muy caros y escasos. Por eso, cuando, cada dos años veraneábamos en casa de mis tíos en Pedregalejo, no podíamos salir al paseo hasta que habíamos finalizado el bocata. No es que mi madre pensara que lo íbamos a tirar, lo que temía era que alguna criaturita se acercara a nosotros y nos arrancara de las manos la gloria que nos estábamos comiendo y nos arrastrara por las maltrechas aceras. Estoy hablando de la mitad de los años cincuenta del siglo pasado. Malos tiempos para aquella infancia inocente.

Hoy, mi nietecito Javi -más de un metro ochenta con dieciséis añitos- en un santiamén me ha desgraciado una barra de pan, con lo que le ha apetecido dentro, pero, lo que más me ha conmovido es que, cuando ha finalizado la pitanza se ha sentido penoso recordando el hambre que padecen los niños de África. ¡Criaturita!

Para tranquilizar su espíritu le he recordado que sus padres y abuelos siempre enviamos dinero para que las grandes asociaciones benéficas hagan llegar a los necesitados alimentos y medicinas que puedan aliviar sus penurias. No sé si he sido suficientemente convincente, aunque cuando me ha mirado a los ojos le he sostenido su mirada y creo que no hay nada mejor para quitarle sus pesares.