Amanecía - claro y tranquilo como un cristal - aquel nuevo día en mi pueblo, Marbella. Prometía ser hermosa aquella mañana del miércoles 6 de enero. En la que se celebraba la Epifanía del Señor, una de las fiestas litúrgicas más antiguas de la Cristiandad. Por otra parte, la luminosidad de aquel día, que dedicábamos con gratitud a los Reyes Magos de oriente, parecía haber salido de uno de los cuadros del que fue el último califa y príncipe heredero de los otomanos: Abdulmecid II. Además de ser el califa de los creyentes del Islam y general honorario de los ejércitos turcos fue Su Majestad Imperial un muy notable pintor y retratista. Lo demostró con creces en el fascinante retrato de su esposa, la princesa consorte Sehsuvar Bash Kadin Effendi. La pintó sin velos, elegantísima, leyendo lánguidamente a Goethe Fausto. En aquella corte amable en la que princesas de generaciones anteriores habían practicado sus habilidades musicales en un espléndido piano con ribetes de oro. Afectuoso regalo del emperador de los franceses, Napoleón III, a uno de sus antecesores.

Abdulmecid II fue depuesto por la Asamblea Nacional Turca el 3 de marzo de 1924. Fue el último eslabón de la dinastía imperial que fundara el gran Osmán I. El mismo día fueron expulsados de Turquía él y toda su familia. La mañana siguiente subieron al Orient Express en la estación de Estambul. Se refugiaron en París. Veinte años después, le llegó la muerte al último de los califas osmaníes en su elegante domicilio del boulevard Suchet. El día de su fallecimiento en agosto de 1944 coincidió con el comienzo de la liberación de la capital de Francia, ya en el penúltimo año de la Segunda Guerra Mundial.

El que fuera el último de los califas otomanos nació el 30 de mayo de 1868 en el palacio de Dolmabahçe, en las orillas del Bósforo. Desde 1922 hasta su exilio en 1924 tuvo tratamiento de Alteza Imperial, como comandante y califa de los fieles, protector de los lugares santos de La Meca y Medina y jefe de la Casa Imperial de la dinastía osmaní. Su relevancia como pintor y muy competente violinista era complementada por su actividad como entomólogo. Como Vladimir Nabokov, Abdulmecid II sentía verdadera pasión por el mundo mágico de las mariposas. Los que lo conocieron bien lo recordaban como un hombre inmensamente bondadoso, inteligente y culto. Sirvió con lealtad y amó siempre a su pueblo y a su país. Según sus amigos británicos, no podía ser de otra forma; era un gentleman. Cuando los enviados del gobierno republicano de Turquía se presentaron en sus aposentos para comunicarle la orden de expulsión, estaba Abdulmecid II en su estudio, leyendo plácidamente su publicación favorita: La Revue des Deux Mondes, una inteligente y civilizada revista francesa de aquella época. El califa no se inmutó. Los atendió con su acostumbrada cortesía, rogándoles que cumplieran con su deber como funcionarios del Estado. Un gentleman no podía haber actuado de manera distinta.