El comentario más generalizado en estos iniciales días de la primera semana del año con conciencia activada es: «vuelta a la normalidad». Después de los excesos repetidos cada fin de añada -no tenemos enmienda-, el deseo de hallar de nuevo la moderación se nos presenta como un bálsamo restaurador ante tanto bullicio jaranero aunque la metamorfosis sea intensa pero corta como el pesar de los despedidos.

Hablar del retorno a la calma después de esta vorágine festiva tan solo lo podemos circunscribir a nuestro entorno más personal y doméstico ya que en el ámbito local, autonómico y nacional la turbación -tras el paréntesis de la Natividad- se encuentra en niveles muy álgidos: la frustración por el cierre de La Cónsula; el PP-A exigiéndole a la presidenta de la Junta que se decante por su futuro político; el caso Nóos y la presunta exoneración de la hermana del Rey; la presentación del nuevo presidente de la Generalitat; la marcha de Arturo Mas y la alargada sombra del independentismo enmarcan estas incipientes jornadas sombreando un paisaje socio político muy enrarecido.

Según el filósofo Zygmunt Bauman, autor de Múltiples culturas, una sola humanidad (Katz editores) y El arte de la vida (Paidós), la presunta unión indisoluble de poder y política está terminando con perspectivas de divorcio. La soberanía está sin ancla y en flotación libre. Los Estados se encuentran en situación de compartir la compañía conflictiva de aspirantes a, o presuntos sujetos soberanos siempre en pugna y competencia. Frente a tal coyuntura tan siniestra, nos consolamos con la relectura de los cuentos de Charles Perrault e imaginemos un final feliz entre ogros, lobos y nosotros, los pulgarcitos. Intenten volver a la normalidad.