Bastan unos días en Israel para perder toda esperanza, como decían quienes entraban en el infierno de Dante. Los amigos israelíes y palestinos con los que me he encontrado coinciden en que la situación no es buena y no lleva camino de mejorar. Al contrario.

Es frustrante que hayan pasado 25 años desde la conferencia de paz de Madrid y que luego se hayan perdido oportunidades tan buenas como el proceso de Oslo o las reuniones de Camp David, Taba, Annapolis y otras. Hoy no hay proceso de paz entre palestinos e israelíes ni se le espera. Los palestinos están divididos y desahogan sus frustraciones a base de cuchilladas que no solucionan nada, pero ahuyentan a los turistas, los israelíes siguen construyendo asentamientos y protegiéndose con muros, los americanos han salido trasquilados de los intentos iniciales de Obama por forzar una solución y entran en un año electoral, y los europeos no estamos para nada pues nos crecen los enanos por aquello de que a perro flaco todo son pulgas.

Desde lejos parece que Israel tiene la sartén por el mango, pero visto de cerca no es tan seguro que sea así pues, aunque tenga más armas, también tiene serios problemas en enemigos como Hizbollah o Irán, que acaba de ver como se le levantan algunas sanciones internacionales que le mantenían aislado y sin dinero. O la inestabilidad en Siria e Iraq, donde las últimas derrotas militares del Estado Islámico pueden traducirse en ataques terroristas que eleven la moral de sus tropas y atraigan reclutas a sus filas. No es un entorno tranquilizante y en él se escuda la inmovilidad del gobierno de Netanyahu, que sin duda conoce la sabia máxima ignaciana de no hacer mudanza en tiempo de crisis. Madrecita, que me quede como estoy.

En el frente interno, Israel también tiene enemigos importantes, empezando por los palestinos incorporados con la ocupación de Cisjordania y Gaza tras la guerra de 1967. Ya son ocho millones, casi igual que la población judía, aunque su tasa de natalidad descienda mientras aumenta vertiginosamente la de los judíos ultraortodoxos. Asusta ver carreteras rodeadas de muros y de alambradas que unen núcleos israelíes mientras separan tierras palestinas, cuyos caminos las cruzan por debajo; indigna ver como proliferan muros de quince metros de altura que parten por la mitad barrios y calles palestinas y separan familias, a los niños de sus escuelas y a los enfermos de sus hospitales. Israel es hoy un país lleno de fronteras internas y check-points, por ejemplo, para viajar de Tel Aviv a Jerusalén o para pasar del barrio árabe al barrio judío de esta última ciudad. Un país donde los palestinos de los territorios ocupados son autorizados a trabajar en Israel pero no a pernoctar (tienen pases de 6 a 18 horas) y donde los que tienen DNI de Jerusalén o ciudadanía israelí son hostigados en sus negocios, en sus viviendas y en sus vidas pues no tienen los mismos derechos que los israelíes y son ciudadanos de segunda clase. Basta visitar los barrios árabes de Jerusalén y comprobar los servicios sociales que tienen (colegios, hospitales, etc.) y compararlos con los barrios judíos. Un mapa de Cisjordania es hoy como un archipiélago de islas palestinas separadas por tierras, carreteras y asentamientos israelíes, unos y otros rodeados de muros y verjas electrificadas. Allí todos están enjaulados, aunque unos más que otros. Contemplarlo convence de la imposibilidad de un Estado Palestino pues su tierra se la van progresivamente apropiando los colonos israelíes que ya son casi 500.000 y siguen creciendo.

Además, es imposible negociar con palestinos divididos entre Fatah corrupto y desprestigiado, dirigido por un presidente de 81 años y sin cartas en la mano, y Hamas, dueño de Gaza y que comete el error de lanzar cohetes y mantener un nivel de violencia fácil de contener por Israel, pero que justifica las políticas más nacionalistas de la derecha que gobierna el país.

También los judíos están divididos entre la costa mediterránea, liberal y hedonista, y Jerusalén donde proliferan las sectas más ortodoxas, pues la dureza del desierto de Judea parece llamar al más allá. Todos mis interlocutores judíos me hablaron con preocupación de este creciente desencuentro, hasta el punto de referirse a la República de Tel Aviv como un país diferente y de dudosa religiosidad. Y es verdad, son dos mundos opuestos y para comprobarlo basta pasear por las playas de Tel Aviv y hacerlo luego por el barrio de Mea Shearim, en Jerusalén, poblado por ultraortodoxos con tirabuzones, vestidos de negro con peculiares calzones y gorros a la última moda de Lituania 1860, y con mujeres igualmente de negro, con peluca y rodeadas siempre de niños. No hacen el servicio militar y algunos creen que el Estado de Israel no debería existir antes de la llegada del mesías. Gestionar esta doble alma de Israel no debe ser nada fácil.

Por eso, cuando las cosas se ven de más cerca se comprende mejor la vulnerabilidad que sienten muchos israelíes, cuyo gobierno se sustenta en una mayoría de un solo escaño en la Knesset (parlamento) y viven rodeados de hostilidad. Los palestinos solo hablan de resistir como sea pegados a la tierra que les queda e Israel no parece saber qué hacer con ellos. Son una bomba con la mecha humeando. En 2017 se conmemora el aniversario de la Guerra de los Seis Días y eso traerá al primer plano mediático una ocupación que cumplirá cincuenta años de sufrimiento para todos. Tienen, tenemos, problema para rato y las perspectivas no son buenas.