Uno comenzaba a ver la luz al final del lunes pero la luz se fue. Se marchó sin previo aviso. No es una frase hecha. Es que a veces parpadea, o sea, guiña y esa es la señal de que se va a marchar. El aviso previo. No fue así el otro día. Se largó como se largan algunas amantes un domingo por la tarde. Apagón. Y lo que había escrito en este mismo espacio en el que usted lee se perdió. Se fue al éter o al espacio exterior o a las entrañas del ordenador o se hizo nada. No había escrito un tratado de física que cambiara la concepción del mundo, ni siquiera una útil lista de la compra, ni una proclama amorosa o un argumentario contra un Gobierno. Ni siquiera un buen decálogo sobre el dandismo o unas atinadas anotaciones sobre Esparta o la industria maderera del Canadá. No. Ni mucho menos. Era algo insustancial. Sin orden. Con concierto sí. El orden es la virtud de los mediocres, dijo Nietszche. Habría que ver cómo tenía la cocina, claro.

La luz se fue dejándolo a uno como cuando te quitan de un manotazo el libro en el que estás en la penúltima estrofa de un poema de Salinas. Así se fue. Tuvimos que bajar al bar en comandita. Silbando. Con las manos en los bolsillos. No había café. El café no se hace con leche, sino con electricidad. Tuvimos que pedir un licor. Contamos unos chistes y filosofamos sobre lo dependientes que somos de la electricidad. Ahí fue donde se me ocurrió este artículo, que no pensaba escribir hasta mañana. Pero al subir de nuevo a la redacción, luego de un mal tropezón a causa de la oscuridad y el licor, encendí la computadora y lo escrito se había esfumado. Lo valiente en estos casos es no blasfemar. La compañera más periodista de todos nosotros llamó a la compañía eléctrica para que arrojaran luz sobre el suceso. Arrojaron que un generador no podía con su alma ni con la humedad. 7.000 clientes afectados. Lupanares, bares, periódicos, asadores, cafeterías, una tienda de sombreros, dos pastelerías, un obrador de papas fritas, decenas de casas e incluso de hogares. Una tienda de muebles, una sastrería, parte de un museo, tres expendedurías de jamones, una tocinería, varios chiringos inclasificables, la frutería, el parking. Todos huérfanos de luz. A oscuras. Tenebrosos, zaheridos en su presentabilidad. Vacíos de viandantes alegres y bullangeros que un viernes por la tarde pululan por el centro de la ciudad y que marchaban hacia otro sitio. Sin luz. Cuando vino yo ya no tenía artículo. Borrose. Pero tenía sin embargo un asunto mejor para otro artículo. Un rato sin luz podría titularlo. También podría apagar la luz del despacho y volver a sentir la sensación de no ver a nadie ni que nadie me vea, de no tener internet ni nada que escribir y oler ansioso el aire empapado de viernes. Sentir como que el lunes está a años. Luz.