"Son demasiado jóvenes". Fue el inolvidable comentario que mi madre -una mujer inteligente, liberal y bondadosa- puso en boca de mi padre -un ingeniero veterano excombatiente de la caballería requeté en la guerra civil- al hacerse público el primer gobierno de Felipe González tras la aplastante victoria socialista de 1982.

Jóvenes e inexpertos en unos casos, cuando no irresponsables y perversos en otros, son calificativos que estamos oyendo ahora con motivo de la inédita fragmentación política española y de los nuevos liderazgos, y de su marcado sesgo izquierdista, visible incluso en la nueva derecha de Ciudadanos. Comentarios surgidos al calor del desparpajo y hasta de la insolencia con que la nueva izquierda española se manifiesta o se pone en escena en el espacio público, rompiendo la monotonía y el hastío que el desprestigio de las instituciones -labrado por quienes han estado en ellas y no lo merecían- han propiciado entre la ciudadanía.

El cocinero de mi facultad -una persona de izquierdas- salió el otro día de los fogones para dirigirse a mí (porque en la Universidad quien haya estado en política y vuelva, pasa a convertirse para siempre en un político al que le llueven las quejas de los compañeros de todo pelaje) para espetarme: «D. Fernando, con Podemos no, eh! Por ahí ni hablar!».

En la memoria democrática -una suma del recuerdo transmitido por las generaciones y las enseñanzas de la historia aprendida en el colegio y la universidad- creo que subyacen aún muchos de nuestros demonios familiares. El miedo respectivo a la deriva violenta que a lo largo de la historia han manifestado los extremos españoles de derechas e izquierdas, y especialmente, al recuerdo de la polarización del país en 1936.

¿Estamos preparados, pues, para asimilar el gobierno del centro y de la izquierda española que parece apuntar en la difícil aventura de Pedro Sánchez para lograr una mayoría que haga gobernable el país? ¿Lo está la ciudadanía? ¿Lo está la derecha española del PP, que tiene en sus manos la viabilidad legislativa desde la oposición? Y, mirando atrás, ¿está preparada España para volver a intentar lo que históricamente representa este intento del joven líder socialista, a saber, la recuperación de la coalición política del Frente Popular de 1936?

La transición española -el espíritu de diálogo y de consenso que embargó a la política para alumbrar la constitución del 78- debió mucho a la memoria histórica de la generación de la Guerra Civil, que había conservado sus ideales pero que al mismo tiempo les había convencido del fracaso histórico que supuso aquel desenlace trágico.

La historia, que no niega ninguno de los errores de la II República, salvo en contadas excepciones, conviene en que la democracia española de 1931 fue ahogada por la reacción violenta de los generales golpistas, aprovechando un clima internacional que les favorecía y que condujo al mundo entero a su peor masacre.

El dilema para los europeos actuales, y para los españoles que parecen ir en cabeza ahora, es si están preparados para volver a unas políticas, y a unas coaliciones, que representan, en el siglo XXI, prácticamente lo mismo que aquellas de los años 30. Es decir, si la ciudadanía tiene el derecho de marcar las reformas que necesita en situación de crisis y de grave sufrimiento social, y si la democracia puede garantizarle hacerlo sin que se ponga en peligro por quienes detentan los poderes fácticos. La gran cuestión de la historia de España que puso en evidencia Manuel Tuñón de Lara cuando habló de la dicotomía entre «historia y realidad del poder».

Los españoles saben, o han aprendido, que las izquierdas han querido en ocasiones apresurarse más de lo que la sociedad estaba dispuesta; y que las derechas no han tolerado mediante el recurso a la fuerza las reformas que trataban de atender a una población atrasada, pobre e indefensa ante la crisis. Ese es el origen profundo de sus miedos recurrentes, de su memoria histórica profunda. La juventud de esta nueva y prometedora generación de políticos suscita esos miedos incluso entre muchos de sus votantes. El recuerdo de 1936 aparece incluso mencionado en algunas declaraciones públicas de los conservadores.

El pasado es irrepetible, debe decir el historiador. Cada generación debe resolver sus retos teniéndolo sin embargo presente como un dato más. No estamos, pues, en 1936. Pero sí que debemos decidir si hacemos de nuestra democracia el instrumento único para afrontar los retos de un nuevo presente mucho menos difícil que aquél. Es una tarea colectiva. Y no estará de más que se afrontase con el compromiso del respeto a la capacidad de convivencia que por primera vez han demostrado los españoles desde 1977 hasta hoy.