Oliver Sacks, el mejor contador de historias neurólogicas del siglo XX (como la del hombre que confundió a su mujer con un sombrero, que inspiró incluso una ópera, o la de aquella mujer autista que llegó a catedrática de universidad gracias a su capacidad de empatía con los animales y que se mandó fabricar una máquina para recibir los abrazos que su enfermedad le impedía buscar en los demás), falleció el año pasado. Antes de hacerlo dejó, a modo de legado, cuatro breves textos que acaban de publicar la editorial Anagrama bajo el título de Gratitud.

Gratitud, en efecto, porque, a pesar de saberse anciano y condenado a muerte a causa de un cáncer muy extendido, es lo que siente a la hora de tener que decirle adiós al mundo. Gratitud a la vejez por ser «una época de ocio y libertad, en la que te ves emancipado de las artificiosas urgencias de años anteriores, y es libertad me permite explorar cuanto se me antoja, e integrar los pensamientos y sentimientos de toda una vida». Gratitud por haber podido tener una existencia rica, intensa y productiva. Gratitud por haber dialogado con el mundo y haber, en el transcurso de ese diálogo, descubierto muchos de sus secretos. Gratitud por no haberse granjeado enemigos. Gratitud por haber podido tratar a sus pacientes y por haber podido enseñar a sus alumnos algo de lo aprendido a lo largo de las décadas. Gratitud por haber intentado llevar una vida buena y útil. Gratitud por haber amado y trabajado mucho y por haber hecho de esos verbos el centro de sus días. Gratitud por haber dado y recibido en abundancia. Gratitud por haberse dado cuenta pronto de que hay que huir de lo superfluo. Gratitud por estarse yendo con la conciencia tranquila y por entender que ahora le va a tocar descansar, puesto que no cree en ninguna vida ultraterrena, para siempre.

Gratitud, ya ven, por haber sido y por querer seguir siendo lo que le vaya quedando de ser. Se confiesa asustado, como es normal, ante la inminencia de su muerte, pero se reta a que no sea el miedo lo que predomine sino las ganas de seguir nadando, conversando, viajando, leyendo, escribiendo, aprendiendo (en el libro se reproducen fotos en las que se le ve haciendo todo eso). Y también se lamenta de algunas cosas (haber desperdiciado mucho el tiempo, seguir siendo a los 80 tan terriblemente tímido como a los 20, no hablar otro idioma aparte de su lengua materna y no haber conocido más culturas), aunque eso pasa pronto a un segundo plano para que nada enturbie sus ganas de dar las gracias con los brazos muy abiertos y la sonrisa muy abierta y el corazón muy abierto.

Oliver Sacks da una lección de cómo asumir la vejez y la muerte sin melodramas ni aspavientos, con sencillez y palabras humildes, desde una luz que no hiere la vista ni la inteligencia. Y cuenta algo hermoso: que él ha estado contando su edad no en años sino según los elementos de la tabla periódica, que es el lugar donde se refugiaba cuando la realidad se volvía amenazadora. De esa manera no cumplía 4 sino berilo, 11 sino sodio, 80 sino mercurio, 81 sino talio, 82 sino plomo u 83 sino bismuto, y le hubiera quedado por cumplir, si la biología hubiera aguantado, no 84 sino polonio o no 90 sino berilio. De todos esos elementos iba guardando una muestra a medida que llegaba a ellos, y los usaba también para felicitar a sus amigos. Un hombre sabio de verdad.