Dice Rafael Pérez Estrada en Valle de los Galanes que «Pedregalejo es cursi». Y tiene razón sólo en parte, porque en los años 60, si no antes, ya estaban delimitados al menos dos pedregalejos. Había una frontera que los separaba como dos mundos distintos, casi impermeables. Era una frontera de nombres que comenzaba al bifurcarse la calle Fernández Shaw en las de Brasil y Portugal. Había el Pedregalejo de los escritores -Mariano de Cavia, Manuel del Palacio, Amador de los Ríos- y el de la geografía mundial. Más abajo, al otro lado de la carretera, estaba el Pedregalejo de los pescadores y los niños de la playa. Al atravesar la frontera Pedregalejo arriba, se pasaba por la cueva de Rosa y Rafael y se llegaba a las huertas del arroyo Jaboneros, un territorio apasionante al que también subían los niños de la playa y un lugar para las pedreas sin más daños que alguna brecha en la frente o en la ceja.

El urbanismo municipal profundizó la frontera entre esos dos mundos y un día aparecieron las máquinas y convirtieron la tierra de las calles del Pedregalejo cursi en asfalto.

Los niños de la frontera admiraban la pandilla del Tomillar. Soñaban con los juguetes extranjeros que traía el padre de Armando al desembarcar, o con los del representante Joaquín Palmerola. Pero el mayor deseo era ser admitido en aquella organización natural del Pedregalejo terrizo, una máquina perfecta del disfrute.

En los agostos del terral asfixiante sin lugar para la siesta, el silencio de la primera hora de la tarde era roto a veces con el eco de los nombres de mamá Pepa, de Tere, Loti, Peti y Miguelín. Peti, líder infantil y dirigente natural, ocurrente y escurridizo para no dejar quieto ni tranquilo un rincón del territorio al otro lado de la frontera, años más tarde policía nacional, valiente e implacable con quienes no respetasen la ley, el recuerdo de un código infantil, el código de aquella frontera de Pedregalejo.

Los niños del asfalto traían bicicletas y balón de reglamento. De la parte terriza se hacía la concesión a las pequeñas criaturas que aportaban el balón, de jugar algún partido en la puerta de Los Sauces. Formaba parte del ritual que pareciera que al ponerlo había alguna posibilidad de tener sitio en aquella polvareda. Pero una vez arrebatado, se perdía para siempre entre los pies de Armando, de Juani o el Luna, aquellos fenómenos del fútbol de la calle.

Pedregalejo en verano era también el monte de Enrique, forrado hoy ya de casas, aunque un leve resto de aquel matorral bordea todavía el arroyo de Los Pilones, un cauce seco y estrecho que sin embargo ruge en las noches de tormenta del otoño o el invierno y rompe la leyenda del suave y amable clima de Málaga. Enrique tenía vacas y una lechería, una casa en la colina y una alberca llena de verdín, de juncos y ranas que parecía el fin del mundo.

Además de «un mar de pijamas para los cordobeses» del Valle de los Galanes de Rafael Pérez Estrada, estaba el Pedregalejo de Pepa y Rosita, de Miguel Soler, de Rafael, de Maruja, Nati, Pedrito, Dolores y Concha, de Lucía, de Maruchi, Victoria y Carmela, de Ángeles y María Dolores. Y el del bar de Bautista y del cine de verano Los Galanes, una patria -como El Camino de los Ingleses de Soler- con una frontera recta entre el alquitrán y el polvo.

*Fernando Arcas Cubero es profesor Titular de Historia Contemporánea de la UMA