Hay un interesante debate abierto en España en estos momentos en torno a la idoneidad de mandar a los niños tareas para casa, los deberes de toda la vida. Los defensores de los deberes hablan del buen hábito que supone dedicar unas horas en casa -las justas- a completar lo que se estudia en el colegio, a fortalecer los conocimientos e incluso a ejercitar la memoria, ahora desprestigiada. Por su parte, los detractores alertan de la extensión de horarios ya largos de por sí, pero también de la desigualdad que supone que haya hogares estructurados en los que sí se hacen las tareas y otros en los que no existe esa responsabilidad. Para ellos, las tareas en casa son otro mecanismo de separación, esta vez entre alumnos que las hacen y aquellos que no son capaces de cumplir con lo establecido en clase.

El debate es interesante, por muchos motivos. El mundo digital está cambiándolo todo, también la educación y los valores y habilidades que necesita el alumnado del siglo XXI. Se dice que seis de cada diez estudiantes trabajarán en profesiones que aún no existen. Puede que esto sea una exageración, una frase afortunada de gurús de vanguardia, siempre dispuestos a vender libros y aprovechar sus diez minutos escasos de fama. Pero también es cierto que las nuevas tecnologías son ya una realidad, y que en los hogares españoles -de todas las rentas y tamaños- hace tiempo que el acceso a internet ha sustituido a los diccionarios y las viejas enciclopedias por volúmenes.

La idea de hacer tareas en casa está asociada a las virtudes innegables de la rutina y el esfuerzo cotidiano. A la creación del hábito saludable de insistir en casa en lo aprendido en el colegio. De pequeños todos lo hacíamos, y para nosotros era un orgullo llegar a clase con la satisfacción del trabajo realizado. Estudiar te permitía destacar, y los compañeros valoraban a los que sacaban buenas notas. Eran otros tiempos.

Pero las cosas han cambiado. Los horarios de los padres y madres se han alargado. Muchos niños y niñas pasan demasiadas horas en el colegio, o en actividades extraescolares diseñadas para matar el tiempo, sin más fundamento que la necesidad de acompasar los horarios de los hijos a las interminables jornadas laborales del mundo contemporáneo. En las grandes ciudades como Madrid o Barcelona la cosa se agrava: los desplazamientos hacen que muchas familias salgan de casa muy temprano por la mañana para volver muy tarde, casi de noche. No parece un sistema muy adecuado, aunque también hay que reconocer que en miles de pueblos y ciudades más pequeñas esto no es así, y que algo hay que hacer con esos miles de alumnos con varias horas libres por la tarde. Sin duda, el tema es complejo.

La necesidad de armonizar en toda España los calendarios escolares y los horarios es importante, pero también lo es la consideración de las diferentes circunstancias que abordan las familias en función de su renta, de su relación con el empleo, de su formación o de su lugar de residencia. No debería suponer una ventaja, por ejemplo, vivir en un pueblo pequeño, con un buen colegio, y con la posibilidad de mejorar por las tardes el rendimiento escolar y educativo. En una sociedad tan competitiva estos factores pueden acabar determinando toda una vida, a través de la consecución de unas notas que permitan acceder mejor a los estudios universitarios deseados. Pero, de la misma manera, tampoco deberían diseñarse todos los planes de estudios y las políticas educativas en función de la situación concreta del alumnado de Madrid, una ciudad hostil y muy incómoda para niños y mayores.

La solución pasaría por el establecimiento de medidas tendentes a equilibrar las desigualdades, con la intención de igualar al alza. Pero claro, eso cuesta dinero. Clases extraescolares gratuitas para familias más necesitadas, tareas en función del tiempo realmente disponible, horarios racionales y civilizados. Reformas concretas diseñadas con sentido común. Pero en España resulta casi imposible ponerse de acuerdo en algo. Así que seguiremos asistiendo a debates interesantes pero de recorrido estrictamente teórico. Nuestra forma habitual de evitar mejorar lo que puede funcionar mejor.