La primera persona del singular del presente de indicativo del verbo ser está de moda. Ahora todos somos distintos de nosotros mismos, pero sin abandonarnos. La empatía ha tomado el escenario. El francés que nunca se fue ha vuelto para reafirmarse. Y para demostrar que hay cosas que funcionan mejor en francés que en español o en neerlandés o en inglés. Je suis, parece que une más que «yo soy». Y moi aussi más que «también yo». L’altérité, o sea, la otredad, la alteridad, ha sido despertada por la infinita maldad de los asesinos, y se ha convertido en pandemia. Vive l’altérité...!

¡Cuántas veces me he preguntado si la trascendencia de la Revolución Francesa y la de Mayo del 68 habrían sido posibles en español! Y todas me respondí «me temo que no...» ¿Por qué será...?

Ahora todos somos tan Charlie, como Bruxelles. Y cuando digo todos, quiero decir todos, porque hasta mis amigos flamencos más radicales han sido alcanzados por la pandemia, que los ha sacado de su amnesia francófona de muchos años. Mis amigos Anja, Dirk, Patrick, Geerta, Jan, Ann, Luk, Mariken..., que no se conocen de nada, todos, han izado la misma pancarta en sus corazones: Je suis Bruxelles. Si Platón, el fetén, levantara la cabeza se sentiría orgulloso contemplando que la esencia de su recóndito homo politicus sigue ahí, al menos cuando la metralla mata.

El homo politicus platónico reside en nosotros, pero a pesar de nosotros, parece, porque sin sangre derramada se muestra esquivo. Nótese cómo en la Bruselas sin sangre nuestros gobernantes se niegan a mostrar su alteridad gritando je suis l’Europe, con todas sus consecuencias. La otredad que los gobiernos europeos muestran respecto a Europa no está a la altura del homo politicus platónico. Europa es mucho más que intereses económicos y de defensa, y para incorporar la verdadera esencia del concepto, diríase que, todos, gobernantes incluidos, habríamos de renacer algunos cientos de veces más. Y así y todo, no sé, no sé...

Nada más inherente al hombre socializado que la equivocidad. Sea por adiestramiento, sea por domesticación, los racionales llevamos toda la vida entrenando para ser equívocos. De ahí que en el barrio, la pedanía, el municipio, la provincia, la autonomía y el país bajemos y subamos las escaleras de espaldas, para que nadie sepa si subimos o bajamos. Lo hacemos con tantísima alternancia y automatismo que, con frecuencia, ni nosotros mismos sabemos hacia dónde vamos. Y aun así no son pocos los chamarileros y los chispoletos que, movidos por la equivocidad gatopardista, se arrogan la autoridad suficiente para hablar de Europa como un concepto suprapatrio ex cathedra. La equivocidad es tal en estos casos que hasta ellos mismos se lo creen. Y, mientras, los que los contemplamos, así, asidos timón del bergantín de la inepcia, forzamos una sonrisa angustiada, apesarada, desconsolada y triste... Quizá, si esa sonrisa la esgrimiéramos en francés, el resultado sería distinto... A saber...

La equivocidad turística también existe, vive Dios. Si hiciéramos el ejercicio de superponer todos los planes de promoción de toda la vida, daríamos fe de que, excepto cuando la excepción vino a confirmar la regla, todos los planes, sea, respondieron a corta-y-pegas travestidos ad hoc para la ocasión, sea, a principios lampedusianos del cambio aparente para que nada cambie. La equivocidad turístico-política -y viceversa- nos empuja a analizar nuestras acciones en función de su cantidad y su variedad. Craso error. La cantidad y variedad de las acciones son solo cifras y nunca explicarán la calidad, la originalidad y la novedad de las mismas; ni su trascendencia; ni nuestra capacidad de gobernanza, que es la que facilita la sostenibilidad de experiencias renovadas, cuando no nuevas. Y de eso se trata.

Reinventar un logo no es renovar, ni innovar, sino cambiar. La innovación, como la madurez, es una cuestión de conocimiento y de actitud proactiva sostenida. Y el conocimiento y la actitud han de trascender la estrategia monocorde de las nuevas tecnologías, que últimamente parecen erigirse en el único mantra que conduce a Dios.

La estrategia de promoción empieza en el producto, y unificar los criterios de promoción sin unificar los criterios de producto es seguir maquillando la equivocidad con planes esencialmente inconexos, cuya filosofía justifica más el apresurado «porqué» urgente del ahora, que el benefactor «para qué» trascendente del mañana.

En fin, cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras...