Lo único malo de que llegue el Festival de Cine es que de nuevo caes en la cuenta de que no eres ninguna estrella. Duro recordatorio. Por si acaso la fama se pega, el talento está comprobado que no, me gusta darme un paseo por la alfombra roja bien temprano. Tan temprano que ni siquiera es roja, cosa que ignoran las estrellas y los mortales, que tienen querencia por pisarla a la caída de la tarde, cuando las ensoñaciones que teníamos al levantarnos han dado paso a un realismo que sin ser sucio es bastante real. Para eso es realismo. A mi me gustaría sin embargo que fuera, o fuese incluso, un realismo mágico, así tal vez cada vez que saliera de la alfombra roja quedaría desenfocado, o levitaría medio metro en cada ocasión en la que alguien me tomara una instantánea en un fotocol, que no sé si se escribe así. No pienso desvelar de qué color es la alfombra cuando nadie la ve. Luego de pasar por ella me salto el régimen y desayuno greguerías, que sé que me sientan mal porque como están tan ricas me doy un atracón y luego estoy todo el día que se me repite Gómez de la Serna y tengo flatos de los que salen cosas como «La S es el anzuelo del abecedario» o «una niña abandona la inocencia cuando deja de perseguir mariposas descalza». Más tarde me llego al Mercado de la Merced, a comprobar si soy o no un gourmet. Después de las gambas y el jamón sigo con la duda, pero sobre todo sigo sin ser una estrella, lo cual la verdad me preocuparía más si trabajara en un firmamento, pero como trabajo en un periódico, lo que me preocupa es tener material para escribir. Una vez me subí a un autobús con el único propósito de pegar el oído a las conversaciones ajenas, que suele ser un buen método para empaparte de realidad. Iba vacío. Deduje entonces que la nada existe y que es parte de la realidad, pero luego me puse delante del folio en blanco y escribí precisamente eso: la nada existe. Pero claro, ya no tenía nada más que escribir. Pensé en que entonces, más que para un artículo sería buen material para un corto. Me puse a hacer el guión y me salió un corto tan corto que decidí olvidarme de la nada y tomar otro autobús en hora punta. Subí pero todo el mundo iba en silencio. Pegué un grito y lo único que conseguí es que la gente levantara brevemente la cara del teléfono móvil y murmurara sobre mí. Ahí tengo ya material, me dije. El problema es que el material era yo mismo. O sea, un majara que da un grito en el autobús sin venir a cuento. Los gritos conviene darlos viniendo a cuento.

Estrellado y sin la condición de gourmet trato de sacar una entrada para una película que me devuelva ensoñaciones y utopías y tal vez esperanza. Hay mucha cola y yo me alegro por el cine español aunque no por mí, que llevo todo el día dando vueltas y tengo que volver a casa a pie, dado que me conozco y como me suba al autobús voy a pegar un grito. En lugar de leer a Chesterton o ponerme a escribir. Sobre las estrellas por ejemplo. Las que están en el cielo y que, como dijo Lorca, se nos antojan vitrina de espuelas.