Ni una lágrima, ni una más». Les podría dar mil motivos para dar esa recomendación. Mil. Pero el más convincente que he recibido en mi niñez partió de la boca de mi tía y madrina María, la mayor de la familia: «El que llora, no sabe que está proporcionando unos momentos de intensa felicidad a su peor enemigo. Y, chiquillos míos, al enemigo ni agua». Cuando oí estas terribles palabras las apunté en el lado izquierdo de mi corazón, ese en el que se guardan las escamas de nuestras peores frustraciones. En ese momento decidí ser casi buena. Siempre se lo digo a todo aquel que me mira con ojeriza: «Cuidado con mi genio que, aunque algunos crean que soy encantadora, es porque no me conocen a fondo». No sé si he llegado a asustar a algún o alguna enemiga. Intentarlo mil veces porque, no es de recibo tener que andar volviendo la cara en prevención de recibir algunos saludos inadecuados. Al final del día terminas con tortícolis. ¿Las cremas? ¡Puaf! Huelen fatal, fatal. Sí, me quejo demasiado. Creo que lo de quejica también venía en mis genes. Algo tendría que tener defectuoso, amigos. La perfección suele dar dolor de cabeza, y no está mi presupuesto para derrochar comprando más analgésicos. No, no soy quejica, lo juro, lo que me ocurre es que estoy ahorrando para pasar un fin de semana o finde -como lo llaman nuestras criaturitas- en la tierra donde vi la luz por vez primera. Enhorabuena a mis antiguos vecinos, los madrileños, por haber llegado a la final de la Champions. No es que yo sea muy forofa de estos eventos, pero soy agradecida del buen trato que recibimos cuando nos fuimos a vivir a la capital de España procedentes de Marruecos. Allí nacieron mis dos hijos pequeños y bastantes años más tarde pisamos esta bendita tierra malagueña y esto sí que es el cielo, con mis respetos para el resto de habitantes de la piel de toro.