En el puerto de Málaga hay una noria. Enorme. Blanca. Parece, me cuentan, que ya lleva plantada allí un tiempo largo, quizás meses. Y es posible, según ha podido leerse en los periódicos de la ciudad, que haya a quien le moleste: razones respetables, las que sean, cada una nacida de una sensibilidad, de una idea del paisaje, de un concepto de urbe. Pero esa noria, a quien llega de fuera, de repente le parece un monumento al aire, al vértigo, al cielo, a las aves. Un canto a la ingravidez, que es la del cuerpo que se pone en manos, confiado y sereno, del alma. Una evocación de símbolos ancestrales, desde la rueda al sol y desde las esferas de los filósofos a los timones y sextantes de los valerosos navegantes de la antigüedad. Una invitación a alzar la cabeza y con ella el vuelo y con este las ganas de fugarse de la realidad más gris y apegada a lo cotidiano. Una defensa de lo transitorio, de lo efímero o de lo provisional, que deberían tener tanto peso y presencia en la vida de los seres humanos como lo inmutable, lo fijo y lo definitivo.

Una noria que uno ha visto destellante de día e iluminada con leves luces azules por la noche. Pavorosa y dulce al mismo tiempo. Bien afincada en el suelo, como si tuviera raíces, y a punto de desplegar sus alas y perderse más allá del horizonte. En diálogo con el mar, esa otra inmensidad, y con las casas de tierra adentro, cuyas habitaciones, de pronto, se ponen a oscilar como si la brisa también tuviera influencia sobre ellas. Una atracción de feria convertida en metáfora de la existencia, que como ella da vueltas y más vueltas no para regresar una y otra vez al mismo punto, como si se estuviera prisionero de él, sino para gastarlo y así un día poderse librar de sus circunvoluciones enloquecidas: un hipnótico círculo vicioso transformado, gracias a un deseo limpio y a una mente prístina, en excitante y feliz círculo virtuoso.

El visitante se para justo debajo de la noria edificada en el puerto de Málaga y siente unas ganas irresistibles de abrazarse a ella. También de sacar un billete e instalarse en uno de sus acogedores vientres nutricios, pero eso no ocurre, a pesar de haberlo intentado en varias ocasiones a lo largo de tres días, porque sus horarios y los de este monstruo amable no están coordinados. Así que se enlaza con fuerza, brazos y piernas bien apretados alrededor de una de sus firmes extremidades metálicas como si de un apasionado amante se tratara, y se pone a ensoñar niñerías de adulto y adulteces de niño, todo lo impensable de lo pensable y todo lo pensable de lo impensable, la nada que llena y la plenitud que vacía, el ayer del mañana o los mañanas del ayer, lo que se recuerda mejor cuando se olvida y lo que se olvida dentro de un recuerdo.

Hay quienes han protestado por la presencia de esa mole, por esa catedral alba y minimalista girando en el corazón de la ciudad. Tienen sus razones, ya se dijo, y hay que escucharlas con respeto. Pero a uno, de paso por Málaga y, por tanto, disponible para la seducción rápida y acrítica, se ha sentido conmovido, emocionado, catapultado, interpretado y contado (sí, el protagonista de un cuento de hadas del que ya sabe el principio pero todavía no el final) por esa majestuosa noria humilde que un día se irá sin ser notada.