Me cuentan mis comadres del extranjero, gente, en su mayoría, vivaracha y de perversos hábitos, incluido el de comer, que votar desde el exilio se está convirtiendo en un ejercicio de templanza parecido a la fe. A España, también en esto, le queda un largo camino a la perfección y ni siquiera ha valido la recurrencia sañuda de elecciones de los últimos tiempos para cumplir con el que tendría que ser el primero y más elemental eslabón de la democracia: garantizar que todo el que tenga la pretensión de votar pueda, efectivamente, hacerlo, a ser posible sin tirar de intriga consular y de epopeya. Entre los damnificados, y en más de un sentido, por esta chapuza de alma pardusca que es a menudo España, conozco casos y expedientes para todos los gustos: desde estudiantes a los que se les obliga a recorrer miles de kilómetros porque en su país de acogida viven lejos de la capital a papeletas que simplemente no llegan o que se quedan varadas en el océano diplomático, sin que nadie sepa muy bien por qué ni se atreva a dar una explicación. Es tanta la impericia de la administración con esto del voto que, incluso, como broma final, se marca la chulería de obligar a los exiliados a renunciar a sus derechos acogidos en el extranjero y a prometer reintegrar los costes sin preguntar siquiera por la cuenta bancaria. Con Franco, en la Europa ultramontana, se votaba cuantitativamente igual de mal, quiero decir, lo mismo, es decir nada o casi nada, con la ventaja, que eso sí que saben hacerlo los totalitarismos, de ahorrar en el sofocón reflexivo y en las papeletas. ¿Por qué este encarnizamiento? ¿No era bastante con excretar a la gente y obligarla a abandonar el país? España, con su sistema destartalado, se supera. Y ya consigue algo que parecía imposible: tratar con el mismo desprecio y cinismo tanto a los que se van como a los que se quedan. ¿Vagancia? ¿Incapacidad? ¿Desidia interesada? ¿Temor a un nuevo y justificadísimo voto de castigo? El 26J se acerca y el votante de fuera no cuenta con la más mínima certidumbre. Lo último, sin duda, en humillación: no bastaba con negar el trabajo, la posibilidad, cada vez más rala, de contar con un salario mínimamente proporcional a lo que corresponde por experiencia y preparación; hacía falta también enmarañar el voto. Con lo rápido que por este mundo viajan otras cosas. Incluido a Panamá.