El otro día estuvo Ferrán Adrià en Málaga. Por cierto, hizo importante elogio del sardinismo y el espeterío, casi a la altura de aquel de Julio Camba en La casa de Lúculo, donde el genial articulista gallego elevaba a placer de dioses la sardina malagueña, aconsejando sabiamente que se consumieran al menos veinte por sentada y cada una, claro, acompañada de un buen trago de vino. Tal vez ahora fuese considerado un traidor, dado que no pocos piensan que las del norte, más largas y gordas y grandes son mejores. A nosotros eso del nacionalismo gastronómico no nos va. No hay por qué elegir, y la virtud está en comer en armoniosa y civilizada mesa con variados caldos sobre ella y buena conversación, manjares del norte del sur y hasta del centro, a ver si nos vamos a olvidar de las berenjenas de Almagro o del cocido maragato.

Para no querer hablar de esto nos ha salido un párrafo largo y asardinado tras el que tal vez haya que tomar algo dulce o un aguardiente y hasta incluso lavarse las manos con toallitas de limón. Lo que queríamos resaltar de Adrià es una frase, un titular de la entrevista que dio a La Opinión de Málaga: «El mejor cocinero no existe». Curioso. Curioso este gremio y su sentido de la admiración. Es impensable que un futbolista diga eso. Y no digamos, un periodista. O un arquitecto. Todo el mundo tiene su candidato a ser el mejor, aunque sólo sea para joder a otro. En ocasiones, ensalzar a alguien tiene como objetivo ningunear a otro. El toreo por ejemplo sí es un mundo de admiración sincera. Queremos decir, en tesis ya esgrimida en célebre ensayo por Tierno Galván, que en una plaza hay una transferencia de admiración que no se da en otros ámbitos. O sea, todo el que está en el tendido concede, aunque sea por veinte minutos, que el que está frente al toro es superior a él. Que a lo mejor está fumándose un puro. En el fútbol, no siempre. Uno también va al estadio a gritarle al defensa central que es un paquete. No hay pro taurinismo en esto, sólo mera descripción.

Adrià es sincero y certero y tal vez quería decir que la perfección, al menos en cocina, no existe. No pocos opinan que es él el mejor cocinero del mundo. «Comer puede ser una experiencia similar a la de ir a un museo», afirma. También es cierto que en algunos restaurantes te sirven un pescado que bien merecería estar en un museo... de lo antiguo que es, de la cantidad de tiempo que lleva en la nevera. Que el maitre logre colocártelo es, sí, también digno de admiración.

Nosotros admiramos a profesionales como Adrià, que logra hacer feliz a tanta gente, al igual que lo hacen tantos y tantos cocineros anónimos, profesionales o no, de grandes templos de la gastronomía o de honradísimos bares de barrio y menú, donde un gazpacho y unas buenas albóndigas caseras con patatas bien fritas en aceite de oliva pueden llegar a ser más sublimes que el cuadro de un jactancioso pintamonas.