Leía ayer mismo que lo mejor era no leer poesía. La escritora argentina Leila Guerriero escribía que, seguramente, los lectores de poesía seamos más propensos a la infelicidad. Leer poesía sirve para hacernos daño. Es posible, claro. Pero la poesía es también estado de ánimo. Leer a Salinas enamorado no es igual que hacerlo en épocas de soledad, como leer a Federico sentado en el rebalaje no es lo mismo que leerlo en una tarde lluviosa. Leer poesía es desgarrador siempre, porque como esa música que acompaña a las chicas mientras se desnudan en las películas. Igual, pero para dentro. Eso es. Los hay que se quedan en buscar la visión lúgubre de la vida; aquellos que se lamentan de la vida, que la maldicen.

Las paredes del entorno de Pozos Dulces están plagadas de versos que entregan a los paseantes algunos momentos de reflexión. Una interesante iniciativa que, lamentablemente, hace más mal que bien. En la misma calle Pozos Dulces, los exquisitos versos de Jorge Guillén que exclaman: «Ser, nada más. Y basta» apenas se pueden leer por el lamentable estado de conservación. Podemos, quizá, achacárselo a los propietarios del edificio. Lo que sí es cuestión del Ayuntamiento es manejar algo mejor la ortografía. Sabes, gracias a Omar Kayyam, que «tu única posesión es el instante», aunque en las paredes de la plaza del Pericón única, palabra esdrújula, no lleve tilde. Tilde de menos que le ha sido prestada a Constantinos Kavafis en ese verso de La Ciudad que nos dice, en calle Andrés Pérez que «no hallarás otra tierra ni otra mar. La ciudad irá en ti siempre». Verso en el que el pronombre personal ‘ti’ ha sido premiado con el acento ortográfico. Detalles, nimiedades que nos ayudan a saber que de lo sublime a lo ridículo hay sólo -o solo, como prefiera la RAE- una fina línea del tamaño de una tilde.