Punto y seguido del entremés. Se acabaron las especulaciones. España se despide del pachangueíto postelectoral. No habrá nuevos gulags. Al menos, hasta que asome el inframundo de los comités generales. Con el Gobierno, pese a todo, no hubo sorpresas. Susana Díaz se quedó sin ministerio, quién sabe si con un acuerdo de usufructo preconstitucional para mudarse los veranos al pazo de Meiras. Muerto Pedro, desparramó la rabia. Tragándose las tarjetas Black, lo que se da no se Rita y los sms. Por no hablar de aquella otra cosa de las circunnavegaciones por los alrededores del Congreso, que ha sido como lo de Woodstock treinta años después de la muerte de Hendrix: algo sinsentido, trasnochado y crossover, una reedición con patas de gallo que deja mal al original y pervierte el símbolo, convirtiéndolo, quién sabe si no, en todo lo contrario. Puestos a rodear más valdría ponerse a dar vueltas por los resultados de las encuestas. O, mejor aún, por Ferraz, esa casa mata chancletera del señorío de San Telmo. Mientras, el regenerador Albert Rivera -se regenera el alma, se regenera- sigue haciendo de secretario juvenil del PP, cuestionándolo todo para que nada se transforme, fiel al espíritu carca de los patronímicos de la transición; los felipistas y Felipe, auténticos arribistas con chaquetas de pana. Aquí, lo que se lleva es no hacer los deberes. Y uno encuentra en eso una prédica muy PSOE: la de confundir el acceso universal a la educación y la compensación de la desigualdad, que debería ser incuestionable, con la negación de la cultura del esfuerzo y el populismo de manga ancha. El problema más grave que tiene este país, y del que dimanan todos los demás, es, sin duda, la enseñanza pública. Y lo peligroso ya no es que no exista solución, sino que también se yerra en el diagnóstico. Nadie niega la capacidad de Andalucía para alumbrar a gente talentosa, pero empieza a ser realmente complicado defender que ese talento provenga de una consistente planificación pedagógica. La inteligencia, el enciclopedismo, viene dado en esta tierra por una de esas concatenaciones de excitaciones súbitas que tanto entusiasmaban a Elías Canetti, que es como decir que ocurre por empecinamiento personal y por milagro. La España de Rajoy y de Susana Díaz, que es la de la renovación permanente de las leyes de educación y la de los treinta años sureños del PSOE, no se arregla con una norma ni con una generación: hace falta, mínimo, tres décadas, para que esto empiece a funcionar y se esté realmente en condiciones de competir con lo mejor del resto del mundo y de Europa. En este país lo único que vive y funciona está fuera. Y para traerlo de vuelta a lo que se apela es a un sentimentalismo de papel couché que da vergüenza ajena. Venga usted a España, señor ingeniero, sea patriota, pero, eso sí, con una cuarta parte de su sueldo. Y que bote y tribute Mónaco y Panamá, que por estos lares capitulares, y otrora imperiales, somos tan chulos y tan de la bandera que si hace falta sacamos los cuartos hasta de la hucha de las pensiones. Me cuentan votantes veteranos del PSOE que la próxima vez va a pagar su cuota de afiliación la infanta Verónica de Susana; y lo dicen con tanta convicción de conversos, de víctimas de una bochornosa perfidia, que no parece que estén dispuestos a ablandarse con curas de amor y pedagogía. Ojo que viene Europa. Y las reformas. « Y los indios, los serbios, los moros, los yankis, los rusos, los punkis. ¿Quién salva a la reina?», cantaba César Strawberry. Un cachondo, que es como hay que ser, para que todo esto, este país jupiterino, casposo, mangante y parcialmente ágrafo, no se acumule demasiado en la llave del estómago.