Tenemos muy mala relación con la muerte, aunque morir sea esa unanimidad histórica inamovible, inevitable. Desde nuestro endiosado egocentrismo nos parece que la muerte existe solo porque morimos nosotros, mucho más que nosotros morimos porque existe la muerte (pero la muerte existe, y llega el día menos pensado «ese en el que pienso siempre», que dice Alcántara en uno de sus versos). Nos cuesta mucho aceptar que frente al diseño incongruente que es la vida, la muerte es lo único racional, lo único que posee un sentido lógico y que acaba dando coherencia a toda esta locura.

Pero no debemos confundir ciertas sutilezas. La muerte termina la vida, sí, pero no la borra. Ni la acredita. Ni la perdona. Sin embargo, de nuestra terrible relación con su naturaleza deviene que la hayamos convertido en el peor de los castigos y, por tanto, en una pena que conmuta lo que sea, y de ahí la conclusión de que cualquier cosa ha de ser perdonada cuando ya estás muerto.

Es verdad, hay una cierta elegancia en el perdón a los muertos, un airoso gesto de compasión que no tiene coste alguno porque nunca hay reclamaciones posteriores. Sin embargo, el perdón tampoco es exactamente lo mismo que el olvido. El perdón es inevitable porque no existe ya la posibilidad ni del castigo ni de la venganza (solo queda la opción del rencor, aunque corroe a quien lo acoge) y, finalmente, quien perdona solo espera ser perdonado un día, pero el olvido sería una iniquidad, además de una estupidez lamentable. Lo que hicimos hecho está, para siempre. La muerte no borra la biografía, la cierra, eso es todo.

De ahí todo este debate sobre los homenajes póstumos a Rita Barberá, toda esta diferencia de opiniones en torno a los supuestos delitos que cometió y a si se ha ido de rositas o si ha pagado la pena máxima, que sería, hemos de admitirlo, un precio demasiado caro, excesivo y, por tanto, injusto.

Es poco piadoso alegrarse de la muerte de nadie, sobre todo porque es un viaje para el que todos tenemos billete y al final uno acaba cobrando la misma moneda con la que pagó. Pero entre condolerse y homenajear existe un largo camino que no es necesario recorrer de un salto. Pasar del repudio a la alabanza, algo por cierto tan español, no suele acarrear una oleada de credibilidad para nadie. Es mucho más educado, correcto y sincero guardar una prudente distancia entre ambos extremos. Ni el insulto ni el aplauso, ni olvido ni perdón. Un poco de respeto, que es lo más noble y lo más humano.