El viernes de la semana pasada en el Teatro Richard Rodgers de Nueva York chocaron las dos placas tectónicas en las que velan armas los dos bandos en los que se ha dividido la sociedad norteamericana. En un lado, los cruzados de la causa del caudillo Donald Trump. Muchos de ellos sueñan con regresar a un imaginado pasado tribal, el de los ocasionalmente feroces colonos blancos, supuestamente portadores de bíblicas virtudes y de una estupenda puntería a la hora de defender sus haciendas y sus principios. En el otro bando, el resto de la humanidad. Entre ellos los hispanos, descendientes de aquellos españoles prodigiosos. Los primeros europeos que llegaron a la Tierra Ignota: las Américas, el Nuevo Mundo, la tierra prometida. Ya el maestro Ortega nos recordaba que para Tácito los bárbaros siempre acechaban fuera de la "civitas" romana.

Como ya saben ustedes, el vicepresidente electo de los Estados Unidos, el señor Mike Pence, asistió en la noche de ese viernes al que me he referido a la representación en Broadway de Hamilton. Un deslumbrante musical, que lleva el nombre de uno de los padres de la patria norteamericana. Obra que toca la magia, fiel a la gran tradición del musical norteamericano. Probablemente la mejor de las últimas décadas. Con las entradas vendidas con un año de anticipación y ya con el aval de algunos de los premios más prestigiosos que se conceden en los Estados Unidos.

Como sin duda ya sabrán, al final de la representación, cuando el elenco recibía una muy merecida ovación del público que llenaba el teatro, Brandon Victor Dixon, el actor que había interpretado en la obra el papel de Aaron Burr, leyó unas palabras. Habían sido acordadas y aprobadas por los profesionales que trabajaban en la obra. Iban dirigidas al señor Mike Pence, el futuro vicepresidente de la nación: «Nosotros, señor, somos la América diversa que se siente alarmada y que teme que su nueva administración no nos protegerá a nosotros, ni a nuestro planeta, ni a nuestros hijos, ni a nuestros mayores y no nos defenderá y tampoco respetará nuestros derechos más sagrados, señor.»

Aquellos actores del Richard Rodgers Theatre fueron los protagonistas de lo que no deja de ser un épico acto de valentía y dignidad democrática. Que afortunadamente nos ha devuelto a más de uno nuestra confianza en el gran pueblo norteamericano. Sin ese musical, Hamilton, y su creador, Lin-Manuel Miranda, aquel momento de confrontación con la nueva realidad política de los Estados Unidos no hubiera sido posible. Lin-Manuel Miranda, de origen portorriqueño, aparte de ser un genio de la música y de las artes escénicas, es un ejemplar ciudadano estadounidense que hace muy bien su trabajo y además paga religiosamente sus impuestos. Se crió en el Upper Manhattan neoyorquino y estudió en la Wesleyan University. Su padre fue un colaborador destacado de uno de los grandes alcaldes que tuvo Nueva York, Ed Koch. Su madre es una eminente psicóloga. Está casado con la abogada Vanessa Adriana Nadal. Tienen dos hijos. Lin-Manuel Miranda además ha demostrado que se puede y se debe ser, ante los poseídos príncipes de las nuevas tinieblas, un eficaz exorcista. Digno portavoz del Flagellum Daemonum o del Manuale Exorcistarum de no tan remotas épocas. Que Dios se lo pague...