Cada día nos cruzamos con los invisibles. No sabemos el número exacto porque no los vemos. Nuestra mirada los niega, los repudia, los esconde. No encuentran sus ojos el corazón de los nuestros. A su altura el gesto leve de una sonrisa. Tampoco el silencio educado del respeto. Sólo los miramos de lejos o de soslayo para evitarlos a nuestro pasado u olvidarlos enseguida como sombras efímeras al fondo de la vida. Ese lugar en el que habitan los reclusos perpetuos de la pobreza y sin casa que en España alcanza la cifra de 30.000 personas, y de las que cada 20 días una muere a causa de una agresión, según los datos de RAISFundación. Uno de los últimos fue Steven Frank. Un vagabundo de 51 años encontrado hace un mes en el andén de Cercanías del aeropuerto de Málaga. La autopsia certificó que falleció ahogado con su propio vómito. La noticia mostraba en cambio una humillación indigna para cualquier ser humano. Tenía las manos y los pies atados con bridas a un banco, los calzoncillos a media pierna, dos lonchas de jamón sobre sus glúteos y los genitales dentro de una lata de atún. Unos días antes en Daroca unos vecinos salvaron a una mujer de 39 años de ser quemada por dos jóvenes tras propinarle una paliza. Otros tienen más suerte -que difícil ponerle temperatura a esta palabra- y sólo les orinan encima cuando duermen.

La muerte de Frank no ha sido en vano. El Observatorio de Delitos de Odio contra Personas sin Hogar nos ha llamado a la vergüenza y la atención para que sepamos, a pesar de que no queramos ver la indigencia errabunda alrededor de nuestro precipitado tiempo en bonanza, que en nuestro país el 81% de las personas deshabitadas ha sido víctima de delitos de odio en más de una ocasión. Lo lamentable es, como explica su coordinadora Maribel Ramos, sólo el 13% se atreve a denunciar. El miedo a sufrir represalias y las barreras con el idioma son algunas de las razones por las que estos pájaros sin alas, a los que una parte de la sociedad considera furtivos en medio del precario bienestar, prefieren cambiar de esquina, de parque, de cajero o la calle de su naufragio. También les vemos en algunas ciudades proteger la frágil integridad de los muñones de su dolor, en grupos acunados por el alcohol en el fondo de la noche, y de los que parece salir un aullido de humo.

Aplazar la agresión que los cerca con su amenaza es lo único que consiguen. La OSCE (Organización para la Seguridad y Cooperación de Europa) sitúa a España en el puesto octavo entre los 41 países en los que se produce este tipo de delitos que registró en nuestro país 1.328 casos en 2015, y que no deja de sumar víctimas anónimas del odio alimentado por la intolerancia hacia los pobres y cuya primera víctima se produjo en noviembre de 1992. Cuatro encapuchados entraron en la discoteca Four Roses de Aravaca, en la que los inmigrantes se sentían a salvo del "Stop Inmigración" tatuado en rojo en su fachada, y dispararon a bocajarro a la joven dominicana de 22 años Lucrecia Pérez. Los acusados reconocieron en el juicio que no se trató de ningún ajuste de cuentas, sino de dar un escarmiento a los negros. Más tarde, en 2005 dos jóvenes rociaron con disolvente a Rosario Endrinal en una calle de Barcelona y dejaron que se abrasara entre gritos en brasa viva. Y cuatro años después cinco jóvenes le dieron una paliza a un mendigo que dormía en un fotomatón de Moncloa y lo dejaron en coma. "Los mendigos no son personas humanas. Son cánceres de la sociedad que deberían ser extirpados". Esta declaración durante el juicio parece avalar las miserables actuaciones de los violentos energúmenos que practican de noche lo que denominé cacería del zorro en un relato de 1999 de mi libro Individuos S.A.

Un odio racial que aumenta por el empuje de la crisis económica, y el gran flujo migratorio provocado por las guerras, el hambre, el instinto de supervivencia. Nadie renuncia a buscar la oportunidad de una vida digna. Pero tampoco a nadie le gusta tener la pobreza del Tercer Mundo a la puerta de su casa, aunque lean periódicos arrugados y libros rescatados de la basura en un hermoso acto de rebeldía y del fracaso instruido que André Kertész retrató en blanco y negro entre 1915 y 1970 y rescata ahora una bella edición de Periférica&Errata naturae. Su marca tenaz de lo caduco nos recuerda lo poco que le importa a la bulimia del poder financiero convertir a padres de familia, a trabajadores esforzados y a personas con la suerte torcida en individuos desheredados. Nos causa miedo reconocernos en ellos y por tanto imposibilitamos sentir cualquier empatía hacia ese prójimo inútil al que enseguida se identifica con la delincuencia y se le etiqueta de escoria.

Lo que desconcierta es que los agresores sean, además de los grupos neonazis, chicos de clase bien cargados de fiesta que se embriagan de violencia. Una evidencia a la que Maribel Ramón Vergeles, coordinadora del Observatorio Hatento añade, avalada también por Ahora Madrid, que en un 68,4% de las agresiones los testigos no hicieron anda. Destaca igualmente que la propia policía lleve a cabo identificaciones discriminatorias, comportamientos vejatorios y agresiones físicas en su trato con los hijos de nadie de la calle.

A pocas voces se les escucha o se les hace caso cuando explican que es errónea la creencia de que la criminalidad es una consecuencia directa de los niveles de pobreza y desigualdad. Y que el crimen no es algo que personas honestas y educadas practican cuando pierden su trabajo. Es más, entre la gente más rica del mundo, especialmente en Latinoamérica y en África, se encuentran bastantes criminales, y que muchos de los políticos son bastantes más ricos cuando salen que el día en el que entraron. Tampoco al aludir que una gran parte de ellos incita, recordemos la campaña del presidente Donald Trump, a los que se sienten amenazados por la economía y la inmigración a un rechazo enardecido de xenofobia e intolerancia que encuentran en las redes sociales y los nacionalismos un caldo de cultivo. Los recientes éxitos del Brexit y de Trump están favoreciendo ya agresiones verbales y físicas a los extranjeros.

A este discurso del odio a la pobreza Adela Cortina le puso nombre en la década de los noventa: aporofobia. Una palabra que en su fonética nos hace sentir el peso de su rasguño conceptual y emocional. La catedrática de ética también dejaba claro en un brillante artículo cómo la Unión Europa distingue ente los poseedores del conocido visado golden, creado para atraer a extranjeros a los que se les concede un permiso de residencia a cambio de que compren viviendas de 500.000 euros o que destinen dos millones de euros a adquirir deuda pública (de septiembre de 2013 a diciembre de 2015 más de 600 extranjeros ricos de Rusia, China y países árabes adquirieron este visado), y los refugiados procedentes de la guerra de Siria o los subsaharianos que cruzan el estrecho desierto azul de la muerte en busca de un paraíso a pie de los semáforos.

Los rompientes de la vida no dejan de hacinar víctimas ante las que preferimos cruzar de acera y privarlos de su identidad amordazándolos al vacío. Ojos que no ven corazón que no sufre. La hipocresía siempre será un salvoconducto con el que engañar la moral. En mi caso, al igual que dice Pilar del Río, la única pobreza que rechazo es la mental. Y también la de una sociedad democrática que condena a la invisibilidad a esos hijos de nadie que son la vergüenza de la economía por la que hipotecamos lo que creemos felicidad.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es