Hay como una nube gigante, abombada y gris, lo que en Canarias llaman panza burra, justo encima de la calle Larios. Es la hora en la que aún están cerradas las franquicias, abiertas las esperanzas e intactas las expectativas.

No sé dónde tomar café, así que no lo tomo en ningún lado, lo cual no sé si es una muestra del carácter malagueño o es que no tengo ganas de café o acaso falta un establecimiento de mi agrado en la calle Larios. En la plaza de la Constitución veo que ya han repuesto la bandera de España, que está ahí como un cipotón desafiante, que para una vez que tiene que henchirse de orgullo se raja y se cae, que es lo que pasó cuando el alcalde y parte de la Corporación municipal fueron el día 6 a izarla en el acto homenaje a la Constitución. Me cuenta un testigo que el formato del tal acto fue insufrible, con un discurso plomo del regidor y unas peroratas duerme ovejas de los portavoces municipales, que ahora son muchos. Hay quien no cree en la Constitución pero va allí a hacerse la foto, que es como montarse en un avión estando convencido de que no volará jamás. El avión. Paso por el Doña Mariquita, en la plaza de Uncibay, que es donde se está bien; atisbo las tertulias habituales: la deportiva, la cofrade, la de periodistas, la política, la de jubiladas. Un señor con una pierna de palo que había pedido limosna un rato antes está diciendo con gesto amenazante a su interlocutor que la mejor biografía jamás escrita es la que James Boswell redactó sobre Samuel Johnson. Estoy a punto de intervenir para decir que quizás la segunda pudiera ser, al menos en español, la de Chaves Nogales sobre Belmonte, pero no digo nada porque tengo que mirar el teléfono a ver si alguien ha retuiteado una majadería que puse esta mañana, que siendo a mi juicio afortunado calambur, parece que el público ha tomado como gracieta inoportuna.

Enfilo luego mis pasos hacia Áncora. Lo de enfilar los pasos es una cursilería importante, pero es lo que ahora tiene uno más a mano en este torpe ejercicio de describir unos instantes del acontecer provinciano. Podría meter también que hace viento, pero aquí no hay tramontana así que el texto no iba a tener ningún aire a Pla ni al Cristo que lo fundó. Gracias a Pla yo reconocería una masía en cuanto la viera, y eso que no he visto ninguna. Supongo que eso es ser un gran escritor (Pla, no yo) o supongo que esa es la gozosa inutilidad de la literatura. A no ser que te dediques profesionalmente a clasificar masías, donde por otra parte se come un fuet espectacular, si bien escaso.

Áncora es una pequeña librería. Lo cual es un pleonasmo, dado que no hay librerías grandes, o al menos que a mí me parezcan grandes. Tengo que comprar La invasión de los hombres loro, de Alfonso Vázquez y Cuaderno intervenido, de Lucas Martín. La ventaja de que tus compañeros no sean ágrafos es que te ilustras. Eso sí, tienes que comprar sus obras en la primera semana del mes, la única en la que uno tiene monedas suficientes para comprar libros y pañales y aún queda algo en el bolsillo como para llevar una vida de alegre aperitivista o aperitivero, que es palabro con el que paradójicamente no se te abre el apetito.

Salgo de Áncora y la panza burra, así sin preposición, está desplazándose. Es extraño, dado que ya he dicho que no hay viento, si excluimos el siroco que parece haberle dado a uno que pasa a mi lado gritando que por qué no vuelve Viberti. Estoy por aclararle que desgraciadamente ya murió, pero me temo que su respuesta sea de una lógica chanante: «que tendrá eso que ver». La verdad es que sí, compadre.