No se engañen. Aquí no hubo mano de la movida ni sobredosis de éter. España, donde las dan las toman, se hizo moderna y pop en el momento en el que Felipe González quiso parecerse a Indiana Jones y contrató a su propia pandilla de estetas y asesores de imagen. A la masa no se llega por la idea. Y miren por dónde que por ahí empezó el argumento Disney, la democracia de «los líderes que son como nosotros», la barra de bar jugando a lo del arte y la naturaleza con la caja chusca de la tele. Estábamos tan hartos de caudillos y pontificados de semidioses que no nos quedó otra y por salud que ponernos punk y mandar a hacer puñetas toda aureola simbólica. Si en el pasado los reyes y los hombres de Estado estaban obligados a ser divinos y emular a los astros, ahora ocurre lo contrario: no se busca gente fina, sino campechana, de la que mismo vale para salvar las finanzas que para hablar de fútbol y tomarse unos chatos. España aguanta lo que le echen, pero siempre y cuando venga de un tío que en la intimidad se atreva a hacer chistes de putas y maricones. Tanta prisa se dio el mundo por arrojar al fango a sus ídolos que al final acabó también hasta las trancas de lodo. Primero con el cambio de chaqueta de Felipe y luego degradando la propia versión del hombre. Si la democracia está alta lo que hay que hacer es bajarla para que por el ojo de aguja coja el camello y toda la parroquia. Y la cosa va a más. En Estados Unidos se ha pasado de ganar las elecciones por tocar el saxo al cuñadismo extremo, que es poner a dirigir al país a Bertín Osborne. Frente al problema de encaje que representaba la democracia con el ocaso de los dioses, Occidente ha optado por la decoración marxista de saldo. En lugar de elevar la formación para engrandecer al hombre ha puesto a sus líderes a buscar trufas para que coincida con el retrato que mejor prensa tiene entre los que peor prensa hacen. Una política a la carta, con la ignorancia como baluarte. Y con un cambio de postulado que pone a la mesa camilla en el sitio que presuntamente ocupaba la idea. De un político ya apenas esperamos que nos convenza, queremos que nos represente. No a modo de cesión de la soberanía, sino como si fuera uno de los nuestros, de la familia, de lo que somos. Y cuando no lo hace- véase los últimos años- nos vemos en un jodido cul de sac de los que hacen época: por un lado el político, educado en viveros de hacer políticos, ha perdido su capacidad pop de ser creíble como miembro de la casa y, por el otro, las ideas siguen desterradas. La respuesta a la crisis está siendo clara: nada de apostar por la educación ni por hacer una política más seria, más racional y reflexiva, que considere a los ciudadanos como adultos y obligue a éstos a ejercer con exigencia y argumentos como ciudadanos. Al problema de imagen se le da una solución de imagen, esto es, modelar de nuevo la caricatura hasta hacerla coincidir con la caricatura del hombre.