Puede que sea el inconformismo, la voluntad de ganar, la necesidad continua de mejorar para sentirse a gusto consigo mismo, la principal y gran virtud de Fernando Alonso. Pilotaje al margen. Se han cumplido diez años de su última corona mundial, van para cuatro los de su última victoria, pero mantiene la ilusión por recuperar el podio perdido (el último en 2014) cuando en la parrilla se suceden año tras año los pilotos que acuden a los circuitos como quien acude a la oficina, a ganarse un jornal cumpliendo un horario. Entrenamientos libres, clasificación, carrera, cobrar y a casa hasta la siguiente. Y ejemplos de jornaleros del volante sobran.

Esa innegable virtud que le mantiene con la ilusión del primer día tras dieciséis temporadas en el «Circo» le ha jugado también malas pasadas al piloto asturiano: buscando el equipo ganador siempre ha errado en sus previsiones. Ni con McLaren en solitario, ni con Ferrari ni ahora con McLaren-Honda ha vuelto a ser el dominador que lo fue en 2005 y 2006 con Renault, cuando ganó los títulos mundiales, logró trece victorias y subió en veintinueve ocasiones al cajón de un total de 37 carreras disputadas.

En la F1 se imponen los ciclos. Ferrari-Schumacher, Renault-Alonso, Red Bull-Vettel, Mercedes con Hamilton o Rosberg han dominado en el siglo XXI con la única excepción del triunfo de Button en 2009 con la efímera BrawnGP.

Por ello llama especialmente la atención el deseo expresado por Alonso en Melbourne de una competición en la que todas las escuderías llevaran el mismo motor. Sorprende porque no deja de ser la queja de quien tiene un propulsor que sigue sin estar a la altura no sólo de sus competidores sino de su propio nombre; la queja de un piloto que no dijo nada cuando con su Renault humilló al Ferrari de Michael Schumacher adelantando incluso la retirada del «kaiser». La queja, la pataleta, de un perdedor. Y Alonso no puede, no debe, caer en esa trampa. La F1 es competencia, lucha, desigualdad. Y hay que saber estar a las duras y a las maduras.