Casi todo es relativo. Y en este campo de inevitable subjetividad que es la vida, hay que admitir que todos buscamos cierta seguridad en la idea de equilibrio. En el estar en su punto. El pasarse, por el contrario, suele ser pernicioso, como igualmente lo es el no llegar. Pero puestos a pasarnos, también es cierto que hay maneras y maneras. Sucesos que, por su exceso, generan caricatura y otros que, indiscutiblemente, son dignos de Código Penal. Y ya que hablamos de las reacciones excesivas de nuestros días, es irremediable no hacer referencia a la avalancha de Carretería que tuvo por contexto la procesión del Cautivo. Al final, parece ser que el incidente no vistió trazas de atentado ni de tiroteo, como sugerían los primeros voceos. La cosa, dicen, tuvo a bien prender mecha ante la típica discusión que todo vecino de Málaga ha vivido alguna vez durante la Semana Santa. Y me refiero con ello al tema de si uno puede pasar o no por tal sitio en el que alguien se posiciona de manera inamovible para ver pasar tal procesión. Ojo, no digo que ese comportamiento sea únicamente propio de aquí ni espejo de la tónica local, pero acontecer, lo que se dice acontecer, acontece. Aunque claro, lo de Carretería va mucho más allá. No se queda en la simple negativa a dejar paso. La trama coge temperatura y se resuelve, presuntamente y según leo en la prensa, a banquetazo limpio. Sin decir ni ojos negros tienes. Y así, entre los que se animan para entrar en la danza y los que se atribulan para salir de ella, ya tienen ustedes el arrollamiento y el caos. Una salida de tiesto que, al tener por contexto la presumible reverencia de quien asiste a un acto procesional, resulta aún más chocante que si el suceso hubiera acontecido, por ejemplo, en un estadio de fútbol. Y lo peor de todo es que estas cosas no son premeditadas, sino que brotan como fruto del impulso. Madre mía. Como en el otro asunto de Vélez, en el que un desalmado agarra y, bate de beisbol en mano, de nuevo presuntamente, le arranca la oreja al guarda con el que había discutido previamente al golpearse la cabeza con los varales de los tronos. Tarantino en estado puro. Aunque aquí, la alusión a la presunción me resulta una mera formalidad. Si no, pregúntenselo ustedes a la oreja de la víctima, a ver qué les dice. Y hasta lo dicho, ahí queda lo reprobable. Otro espíritu diferente es el de la anécdota que, hace unos días, compartía Antonio Banderas en una entrevista. Contaba el malagueño que, hace años, yendo a sacar el trono con el grupo del submarino de la Esperanza, una señora se les plantó, brazos en jarra, diciendo que por ahí no pasaban. Que llevaba horas allí para esperar al Cristo de Mena y que no se movía de su sitio para abrirle paso a nadie. Seguía refiriendo Antonio que algunos policías presentes intentaron mediar mostrando placa. La señora, por lo visto, los mandó a comer de las más íntimas oscuridades de sus bajos fondos. Paso cerrado. Y así hasta que la Mari va y reconoce al Banderas. Entonces, con la más dulce y zalamera de las sonrisas, se viene abajo y coge y le dice que sí. Que él sí que puede pasar. Qué arte. Anécdotas que no definen la Semana Santa malagueña pero que, sin duda, la matizan. Y sin embargo, a pesar de sus incontables virtudes y gracias, también es fácil ejemplificar en ella esa falta de algo, ese no llegar que, en contraposición al pasarse, también les comentaba al principio. Me refiero, por ejemplo, a la patente soledad del Resucitado en contraposición con la extensísima gama de crucificados de los días previos y que no dejan de ser amparados por mares de cabezas ciudadanas cuya extensión se pierde en el horizonte. No es, desgraciadamente, la misma muchedumbre la que conmemora el gran milagro del domingo. Y es que, a veces, pareciera que no entendemos nada. Que no se pasa de lo externo a lo profundo. De la oscuridad a la luz. Como si, al final, halláramos placer en ese continuo gusto por celebrar más la muerte que la vida.