Está el sur despistado y luminoso, pendiente de la salud del trino, de la belleza de los rododendros. Arrellanado en su mayo histriónico, lleno de tocados olerosos, de coplillas, de patios. Tanta jarana para alimentar el tópico, disfrazado ahora de política, con el interminable paseo entre los votantes y por sevillanas. Sólo falta un fondo reptil para comparecer junto al fino, dando cuerda a la alegría de vivir, sin tener en cuenta el suplicio, la corrupción, las cifras reales del paro, mucho peores que las que aparecen en los recuentos estadísticos. Andalucía es, sin duda, una España exagerada. Más vistosa que diferente. Al menos, en cuanto a la decadencia democrática en la que naufragan el conjunto de las comunidades. Falta formación, sobra pasividad, ungüento resignado, una forma de ser conservador que ha bajado el umbral de lo que se le puede pedir a lo público y a la convivencia a niveles anteriores a la Revolución Francesa. Trabajo peleón y con salarios miserables, indigencia cívica, degradación de la enseñanza. Un cóctel acompañado de confusiones de idolatría casi medievales y de una tendencia palmaria a reírse del erario, a establecer la pillería competitiva como única receta de progreso. Lo peor de la corrupción, de Cataluña a Jerez, de Madrid al berroqueño norte, no es tanto ya la proliferación de casos como la asimilación social, el hecho de que todo se perciba como algo sustancial a la vida comunitaria y, por supuesto, inevitable. Da igual que la última encuesta del CIS se hiciera con anterioridad al escándalo de la operación Lezo; ya lo hemos vivido demasiadas veces, los españoles siguen su propia inercia. No habrá castigo. Ni siquiera castigo prospectivo, condicional, que es el de naturaleza más endeble. Al corrupto en este país no le hace falta ni la indulgencia táctica de la desmemoria. España reparte bulas, absoluciones, votos, es así de generosa. La desidia lánguida y malhablada en la que aparece instalado el votante constituye una severa amenaza; un caldo de cultivo lo suficientemente podrido de antemano como para abrir la puerta no sólo a que las cosas no mejoren, sino que a se degeneren hasta una cota más profunda, todavía duramente insospechada. Se ha visto en Francia, en Estados Unidos. La respuesta no es mirar para otro lado y dejar que la política se desborde, sino condenar una y otra vez, romper con la impunidad. Y eso exige mayor responsabilidad, menos voto identitario, más pensamiento crítico exigente y equidistante. La corrupción orgánica del PP no se atenúa por los ERE andaluces, al igual que lo de Pujol no es un asunto menor por más que los excesos sentimentaloides de Cataluña tengan su prioridad puesta en el modelo de organización del territorio. El ruido, la bulla, no es inocente; parece que la mayoría de los partidos están jugando precisamente a eso, a descabalar el baremo y procurar que la opinión pública vea en la extensión de la corrupción una justificación de fondo del delito y que pese la relaje la obligación de perseguir a sus culpables. Un escándalo se diluye en otro escándalo, por más que algunos tengan la marca judicial y otros provengan de torpezas y razonamientos tercos y equivocados. Se quejaban los populares andaluces en los mentideros después de los ERE: cómo han podido los votantes ser tan clementes como en el PSOE. Ya llevamos varios capítulos en el mismo tono. De ida y vuelta. Y, probablemente, mientras se extiende la jauría y la desesperación, se sucederán los casos. Nos estamos italianizando por la parte mala. Sin obligar a mover ficha, sin forzar a dimisiones en masa, tragando, que es lo nuestro. Y que sigan el baile, la luz, el batir obsecuente de las palmas.