Se ha ido, en silencio, sin armar ruido, al calor de los suyos Luis Callejón. Descanse en paz. Yo lo conocí cuando era casi un meritorio en las complicadas lides del turismo, terreno en el que era un excelente profesional y del que, estoy seguro, habrá quien escriba o lo recuerde con más grado de conocimiento. A mí me interesa el Luis Callejón persona, atado a una forma de hacer y de ser en la que no era fácil penetrar. Callejón, el guardián de sus esencias, tal y como le decía mi hermano Víctor, por la dificultad de saber si subía o bajaba, de cuál era su pensamiento y, sobre todo, envuelto en un caparazón que, muchas veces, llevaba a engaño. Recuerdo la largas peroratas que tenía con mi hermano (ahora, allá arriba podrán continuar con su cháchara) y a las que yo asistía en silencio porque ambos dos eran maestros en bailar por lo más fino. Digo, pues, que Luis Callejón había ido adquiriendo la sabiduría de saber estar en el sitio adecuado, en el momento preciso y ganarse voluntades que, ahora con el paso del tiempo, se me antojan una obra de arte.

Y pongo un ejemplo. En el Valle de Picadura, en la Cuba que él amaba y donde hacía negocios, asistí a la preciada escuela de dominar el arte de la dialéctica, a cimbrear la cintura conforme le llegaba el viento, a entornar los ojos con sus pobladas cejas para evitar delatar su pensamiento, cuando delante del hermano de Fidel Castro, con un yogur regado por ron en la mano, le echaba en cara, con palabras medidas, la necesidad de que Cuba se abriera al mundo donde la libertad es una seña de identidad. Ramón, que así se llamaba el hermano de Fidel, mientras masticaba un cuscurrante chicharrón de cochino preto, le contestó que él se dedicaba a inseminar vacas, que dieran mucha leche para los niños y que lo otro, la política, la dejaba para los entendidos. Tal cual yo, le respondió Luis. Y es que Callejón, animal político hasta los tuétanos, gustaba de mandar, influir, presionar y crear espacios de pensamiento sin que se le notara mucho. En esto, como en otras cosas (la cuestión de los hallares, por ejemplo) era manifiesto ejemplo de sus orígenes granadinos.

En las páginas de este periódico dejó cumplidas muestras de cómo influir en la política turística sin que se le notara demasiado, ejerciendo de capo del turismo que sus largos años como profesional (llegó de Guadix a Torremolinos, en el Pez Espada, siendo un chavalillo) le había dejado un fondo, y no de armario precisamente, único y de fuerza tal como le leyera una ejerciente del vudú los posos del café en tarde de Malecón. Tenía el turismo en vena y necesitaba aceleradas dosis para influir en los ambientes donde se manejaba como consumado tahúr del Misisipi.

Como cuando en una reunión a solas (solo estaba yo) le quiso dar una lección magistral al presidente andaluz, Manuel Chaves, de cómo gestionar el turismo (él soñó alguna vez ser consejero del ramo aunque eran pocos los socialistas que confiaban en él) y los pasos a dar para paliar la caída de los mercados. Y Chaves, no muy dado a debates en terrenos que no dominaba, le mandó al consejero Ortega, del partido andalucista, a empaparse de la nueva turística que anunciaba quien, por experiencia y sabiduría, creía tener soluciones para casi todo. Callejón, cuando pontificaba, y lo hacía con frecuencia, imprimía carácter.

Y es que Callejón, desde las alturas de sus casi dos metros, solía repartir bendiciones urbi et orbe, con un toque de afamada soberbia propia del hombre hecho a sí mismo y que domina todos los palos del turismo, tal cual así fue.

Descansa, Luis, que te lo has merecido y si encuentras a mi hermano Víctor daros a la cháchara recordando una y mil anécdotas de tu Costa del Sol, que Víctor llamó la Calle de Europa y tú, pese a tus correrías pocas vistosas de los últimos años, amaste como si fuera tu primera mujer. Mercedes, la verdadera, lo sabía y siempre fue leal compañera de este hombre enamorado de la Costa del Sol. Y como tus hijos en donde dejas la simiente para que sigan tus pasos.

Y como tengo otros y muchos gratos recuerdos, como aquella tarde sentados en las escaleras del cuartel Moncada, con las huellas de los tiros para la historia, te recuerdo lo que mi hermano te dijo: "Hasta siempre, comandante".