Si la inteligencia política se mide por la capacidad de captar lo que es posible en cada momento, Puigdemont tendría una puntuación más bien baja en el test. A lo largo del desarrollo del proceso soberanista, el presidente de la Generalitat ha dado muestras reiteradas de sus limitaciones para interpretar con lucidez los acontecimientos. Por ello no hay que depositar excesivas esperanzas en que ahora comprenda que convocar elecciones con arreglo a la ortodoxia legal es la única opción para evitar una severa regresión del autogobierno catalán. Para vencer el vértigo que producen unos comicios en los que su partido puede descender hasta quedar por detrás del PSC, según anticipan algunas encuestas, desde ayer tiene otro motivo para, esta vez sí, poner las urnas. La débil grieta que, en apariencia, se abre entre el PP y el PSOE es su oportunidad de romper el frente constitucionalista. Los socialistas, que siempre acaban sufriendo los efectos colaterales del marianismo, están sometidos de nuevo a la tensión de una creciente discrepancia interna por la contundencia de las medidas del Gobierno, que sólo se aliviaría con unas elecciones en Cataluña. En el PP, con una insistencia que suena a campaña, quieren ahora que haya por parte de Puigdemont un reconocimiento más explícito de vuelta a la legalidad. Queda la duda de si apuran la jugada a la búsqueda del imposible de un secesionismo cautivo y desarmado o sólo se trata de forzar más el camino hacia la salida natural de las urnas, dejando al presidente de la Generalitat el pobre consuelo de que no se plegó a todo lo que le exigían. Conviene que sea esto último porque el tenebroso panorama político sólo puede empeorar si el PP, al amparo de su mayoría absoluta en el Senado, afrontara casi en solitario, con el débil apoyo de Ciudadanos, la intervención en Cataluña.