Málaga es una ciudad que se debate ante su ambigüedad amable y funesta. La ciudad, tímida y pusilánime, entregada al vaivén de los tiempos, sostiene la balanza por su fiel mientras sopesa inclinarse hacia un lado o hacia otro. En los dos platillos pesan lo mismo la tragedia de la urbe prostituida, triste objeto de consumo, y sus símbolos indelebles: el éxtasis de su luz y la voluptuosidad de su sentir mediterráneo. Lo que resulta del choque entre el gozo de sus placeres más íntimos y la indiferencia más exasperante, eso es el espíritu malagueño.

En conciencia, creo que lo único por lo que esta ciudad mueve su espíritu es por la Semana Santa y no quedan muchas otras cosas por las que mi tribu tome partido de verdad, vaciándose hasta provocar el aturdimiento. No seré yo quien avale el progreso de los pueblos únicamente a base de deflagraciones sentimentales -por multitudinarias que estas sean- pero si existe algo por lo que la ciudad cae a plomo aunando una férrea voluntad colectiva en defensa de su personalidad y conciencia de identidad, desde luego merece que sabiamente lo utilicemos como resorte para que crezcamos con ella, pero reconociéndonos en ella.

Ahora que se retiran las tardes amortajadas del invierno y se entreabre el balcón de una nueva primavera juanramoniana -«las rosas cenitales/¡como se alegran, locas,/ de verme aquí, a su puerta!»-, el Miércoles de Ceniza resulta ser ese certero símbolo para volver a reivindicar el papel vivificante de las hermandades, siempre generosamente entregadas a reconstruir los vestigios encantadores que apuntalan el alma de la ciudad y rescatan con gratitud su memoria.

No albergues duda alguna, las cofradías y sus «salas de máquinas», son un lugar inmejorable para saborear esta miel plácida de la ciudad cuando se entrega al verso suelto de su cotidianidad, que es la Cuaresma. Desconociendo cuál es la fuerza motriz que nos empuja, iremos en busca de su poderío interior, surcando la penumbra de sus mismas calles pero enaguadas de olores nuevos, quién sabe si de torrija o de incienso extraviado en el atrio de algún templo. Irás con pausa, sin prisa, así lo has dejado dicho en casa, que no te esperen a la hora de acostar a los niños, porque el amor al prójimo y la generosidad son huellas que hay dejar estos días en las casas de hermandad con pisada firme.

Abre bien los ojos. La Cuaresma está ahí, también en los detalles más prosaicos. En un fogonazo de luz, en una caricia del silencio. La Cuaresma anida en tu corazón predispuesto a fundirse con la estrofa de un Salmo, con la geometría efímera de un altar de culto o en la mirada conmocionada del hermano por el recuerdo del ausente. Ve sin prisas, cuélgate la medalla de la quietud y goza, goza sin límite del olor a túnica que desprenden las perchas, de la sonrisa del niño que abraza el macho de cartón o de la ilusión renovada de ese abuelo que se te acerca a retirar las papeletas de sitio de sus nietos.

Hace tiempo te aprendiste como yo «a pies juntillas» aquello del «tiempo de la espera» aunque no me niegues que, últimamente, nos hemos enturbiado los ojos desvelándola, revelándola, sucumbiendo al mal hedonista de la inmediatez. Si la Semana Santa se precipita como un atracón de oro, de luz y sangre, la Cuaresma es un presentimiento que debe desmadejarse pacientemente como un poema de sedas, encajes y cera fundida. Cojámosla por las puntas y transfiguremos la ciudad con la magia de sus siglos, aguardando el diluvio de luz que vendrá irisado de palmas curvas. A «velocidad de óleo» como escribiera Carlos Herrera. Ahora es el momento de apagar el «smartphone», encender los ojos, y concederle tiempo al Tiempo. Porque allí hallarás su verdad. La verdad desnuda de esta Cuaresma.