Los idus de marzo ya han llegado». No es muy malagueño estar releyendo a Plutarco en plena Cuaresma cuando nuestros mayores ya marcaban la Semana Santa «enmarzá» como de mal agüero. Tampoco es normal ir a una hermandad con un plus de alerta y muchas veces hace falta una armadura para llegar, si quiera, a ver la luz de la Resurrección en el anhelado domingo que abrirá abril al larguísimo trimestre preveraniego.

Las vísperas nos marcan el paso cambiado y un sabor, amargo y ajeno, en el paladar nos hace ponernos en guardia ante la posibilidad de que algo salga mal. La actualidad del día a día persiste en agriarnos la lengua y el carácter. La humedad en el ambiente nos coloca una mosca detrás de la oreja. Perdemos la concentración y la bonhomía necesaria para sacar adelante la alegría del gran banquete de emociones que se nos promete cercano.

El 15 de marzo, era para los romanos, un buen día para los presagios. Sin embargo esta Cuaresma no ha llegado con el dulce regusto infantil de los dulces de aquellos días. El «garri garri» o algodón de azúcar era lo más cercano que teníamos los niños de los 60 a un cielo. Allí una nube dulce liaba nuestro sentido del gusto y lo «enganchaba» irremediablemente a los desfiles procesionales que llenaban nuestras vacaciones. Ahora la diabetes convierte nuestros dulces sueños en un veneno para nuestro páncreas y las brillantes manzanas se bañan en caramelo aumentando de manera exponencial su tentación, convirtiéndonos en Tántalos cofrades con la abstinencia como penitencia.

La boca se convierte en la puerta del cielo o del infierno. Por ella entran en nuestra mente los besos intensos y los alimentos que ingerimos como el único acto que hacemos conscientemente para vivir. En esta época de ayuno, por la boca entran los pecados nutricionales más graves y salen los agravios más hirientes en unos días donde el amor entre hermanos debe ser más palpable.

Bigas Luna, y su mediterránea forma de entender el cine, atribuía a los garbanzos la «mala baba» de lo español, pero cómo negarse a un potaje cuaresmal, sobre todo si es de hinojos y lo hace la tradición familiar. Cómo dejar quieta la cuchara que reconforta ese estómago y que, tras una mala digestión, envía al traste cualquier relación por muy asentada que esté en el tiempo y la devoción. Cómo mantenerse indemne y ascético en la trinchera diaria si cada momento del día el bombardeo de suculentas viandas arrecia y el fango pegajoso de la calumnia ensucia las botas de tus pasos.

Muchas veces nos ha salvado el hedonismo de una mesa repleta. Muchas veces la amistad, que se declaraba única en la risa y el objetivo común, nos ayudaba antes de pasarse al lado oscuro de la mentira. Muchas veces el licor de lo compartido nos embriagó y engañó a nuestra lengua para hacernos sentir en casa y a salvo.

Esa misma lengua, que nos hace esclavos de nuestras palabras, y que a través del hioides se ancla a la columna vertebral, siendo correa de transmisión de todas esas sensaciones que encajan nuestra mandíbula, humedecen nuestras pupilas o nos erizan la piel cuando en la procesión nos cruzamos con aquellos a los que quisimos, amamos o creímos amigos a ciencia cierta. Es Cuaresma y entre los pucheros anda Dios cocinando el alimento que nos mueve y conmueve.