¿Qué podemos esperar de la filosofía en momentos como los que estamos viviendo tras los atentados de París?

A pesar del desconcierto y la desproporción que provocan situaciones como la vivida en París, que harían parecer que resulta impensable conectar con ello una respuesta desde la filosofía, creo que es imprescindible negociar la potencia que tiene el pensamiento para darnos otras perspectiva, otras maneras de relacionarnos con lo que pasa y, sobre todo, argumentos críticos para no sucumbir a la impotencia. El pensamiento filosófico es una gran potencia de transformación de la vida, nos pone en otro lugar respecto a lo que somos capaces de pensar, de saber y de vivir.

En estas situaciones se desata una urgencia de verdades inapelables.

La catátrofe y la muerte provocan una regresión a posiciones fuertes, defensivas y también ofensivas, como hemos visto en el caso del Gobiermo francés. La palabra guerra se ha puesto en el centro y ha creado un consenso construido en torno al miedo. ¿Tenemos capacidad para interferir en esas reacciones? El pensamiento no es sólo una cuestión teórica o intelectual, es una potencia viva que abre la posibilidad de conjurar el miedo y sus efectos.

¿Vivimos bajo el impulso de la acción y la reflexión pasa a un segundo plano?

Sí. La inmediatez de la acción o, algo peor, la inmediatez de la reacción, reactiva el propio miedo y anula toda reflexión, que es lo que nos abre a un espacio nuevo. La reflexión exige relacionarse con lo que no sabemos, ir hasta el límite de lo que hemos entendido. En este caso de lo que hemos entendido por Europa, por la relación entre la paz y la guerra o por las garantías de una vida segura. Todo esto salta por los aires y nos obliga a pensar. El pensamiento no es una actividad ociosa, nos permite atravesar esos territorios que se abren cuando nos enfrentarnos a lo que desconocemos. La reacción clausura la posibilidad de atravesar ese no saber, de pensarlo desde posiciones nuevas.

Mujer y joven. Su perfil va contra el estereotipo que tenemos de alguien que se dedica a la filosofía.

Siempre hemos imaginado a los filósofos como señores mayores, muy serios, huraños, poco sociables y ajenos a la vida cotidiana. En las últimas décadas ha habido cambios importantes entre quienes nos dedicamos a la filosofía. Por un lado está la precarización de la actividad intelectual y académica, a la que ha accedido gente que no vive al margen de lo que ocurre. Las mujeres hemos ido entrando en este terreno del pensamiento, lo que también implica cambios por la manera en que se ejerce y se combina con la vida. Hay otras presencias en el pensamiento filosófico menos solemnes y trascendentes, mucho más cercanas.

Sin embargo la presencia de la mujer en la filosofía es todavía minoritaria. Usted señala que en ese ámbito no se da la dominancia femenina que existe, por ejemplo, en la enseñanza de las humanidades.

La filosofía es la más masculina de las humanidades, no tanto en el número de estudiantes como en el de quienes se acaban dedicando a ella. La escritura filosófica sigue siendo un terreno muy masculino. La explicación es bastante clara: la filosofía como tradición de pensamiento ha sido exclusivamente masculina, algo que no ocurre en otras parcelas, como la literatura o las artes plásticas. La propia filosofía cambia con la incorporación de las mujeres. El pensamiento va ligado a la vida.

¿Qué quiere decir cuando afirma que «la filosofía se ha convertido en un gran archivo de promesas incumplidas»?

a filosofía cuando se separa de sus contextos se convierte en un gran archivo de teorías muertas, de visiones del mundo de autores que clasificamos en la historia de la filosofía. Esas promesas incumplidas son la sistematización, los principios claros, la verdad, la certidumbre, incluso la propuesta de una vida más buena. Yo apuesto por sacar la filosofía de ese archivo y convertirla en una interlocución, en un espacio de encuentro y una herramienta de pensar desde los contextos que nos piden atravesar los límites de lo que sabemos. Ahí ya no hay promesas incumplidas sino desafíos compartidos.

Eso desborda el ámbito de la filosofía académica que es el único en el que hoy subsiste la actividad filosófica.

Ha dominado esta filosofía academizante y muy escolarizada, eso es parte de su debilidad. Cuando nos escandalizamos porque la nueva ley de educación restrige aún más la presencia de la filosofía en las escuelas y vemos que también en la Universidad va perdiendo espacio hemos de preguntarnos por qué la filosofía se defiende tan mal. Y se defiende mal porque ella misma se presenta muy mal, como esa colección de monumentos muertos de la que hablaba. No hay que defender la filosofía: hay que practicarla, exponerla, actualizarla y desafiar todas las fuerzas que la acogotan, pero no para preservarla como una especie en extinción o una riqueza del pasado. Es una actividad fundamental de la propia condición humana y la manera de hacer mejores y más libres, más desafiantes, nuestras vidas. Desde ahí el pensamiento puede recobrar fuerza y no seguir tirando del hilo de una filosofía moribunda.

Usted retrotrae a la condena a Sócrates lo que llama una «pulsión erradicadora» de la filosofía por parte de la sociedad y que hoy se manifestaría en ese intento de borrarla de los planes de estudio.

Hemos idealizado ese momento fundacional de la filosofía como si en la ciudad griega filosofía y democracia hubieran convivido armónicamente en una especie de arcadia feliz que hemos perdido. Eso es mentira. La filosofía nace poniendo en peligro la ciudad y ella misma está amenazada por la ciudad. El cuerpo en el que se resume toda esa historia trágica es el de Sócrates caminando por la ciudad. No es un profesor que esté en un aula o en una torre de marfil, es alguien que callejea con ese incordio de preguntar una y otra vez sobre las cosas. A través de la ejecución de ese cuerpo por las leyes de la ciudad, y no por decisión de un tirano o un loco, la filosofía escribe también su tragedia. Una vida filosófica siempre es peligrosa en algún sentido porque la filosofía cuestiona las convicciones en las que la política se siente segura, estable y dominada por los monopolios de la verdad.

Hay maestros de la filosofía de cuya boca sólo salen certezas. ¿Esa no sería una actitud más bien antifilosófica?

La filosofía lo que hace es desbrozar confusiones. Hay un anhelo de claridad, pero no para encontrar certezas incuestionables sino para encaminarse hacia algún tipo de verdad. De ahí viene el amor al saber. Sin embargo, el saber no es monopolizable y nunca se va a obtener de una vez por todas. hay un recorrido que hacer hacia ese anhelo de verdad, que históricamente se puede expresar de muchas formas distintas. Ese anhelo conserva su potencia porque no nos valen las verdades dadas ni cualquier opinión, por muy seductora que sea, para confundirnos. Siempre hay algo que permite ir más allá de cualquier verdad impuesta por la autoridad, y en ello incluyo no sólo a las autoridades religiosas, políticas o dogmáticas, sino también las autoridades científicas. No podemos dar por establecida ninguna verdad que no pueda ser sometida a su propia crítica. Ese es el impulso de la filosofía.

Alerta de lo que llama un «nuevo analfabetismo». ¿En qué consiste?

Esa es una de las cuestiones de nuestro tiempo que me preocupa más tanto como persona que se dedica a la enseñanza como madre de dos hijos. Vivo con preocupación este nuevo analfabetismo, que es el de una sociedad del conocimiento y escolarizada. Ya no hay, salvo quizá en edades muy avanzadas, analfabetismo clásico y, pese a ello, lo mucho que sabemos no nos hace más libres, sino todo lo contrario, hay una condena a una nueva forma de ignorancia que es no poder utilizar ese conocimiento para ser más críticos y más autónomos. La producción de conocimiento genera, paradójicamente, en la sociedad más desorientación, más incapacidad para discriminar, valorar y decidir con libertad. Esta es la forma que toma el analfabetismo ilustrado, que es un reto a encarar no sólo desde la educación, también desde lo medios y desde todas las instancias que integran esta sociedad de la información.

¿Ese nuevo analfabetismo qué relación guarda con el reproche que usted le hace a la universidad como «una fábrica global de profesionales ultraespecializados»?

Ese es un fenómeno muy serio que no afecta sólo a los universitarios y que tiene consecuencia sobre toda la sociedad. La universidad ha cambiado sus prioridades y su identidad como institución y ha optado por ser un conjunto de empresas productoras de conocimiento especializado, rentable y competitivo. La especialización, necesaria por el nivel de complejidad que tienen las ciencias actuales, se convierte en grave cuando es pura segmentación. Nos encontramos con pedazos cada vez más pequeños de conocimiento que no tienen capacidad de contextualización. Y también con una estandarización: los contenidos cambian pero todo el conocimiento se produce igual, con los mismos protocolos. En esta cadena productiva de la que sólo sale lo esperable se neutraliza la posibilidad de pensar en los verdaderos problemas.

Usted critica también el ensimismamiento de la universidad.

La universidad en todos sus ámbitos, desde la docencia hasta la investigación, crea un sistema autorreferente, un complejo de citas que son las que certifican el impacto de las investigaciones y remiten siempre al mismo circuito cerrado, como esas fuentes muertes que expulsan la misma agua una y otra vez. Así se convierte en una comunidad cerrada y finalmente estéril. La universidad carece de disposición al contagio de lo que ocurre en la sociedad. Por eso también hay un desinterés social por lo que pasa en el mundo académico.

Asegura incluso que la publicación de libros ya no genera ningún prestigio académico. Eso resulta bastante alarmante.

Ese es un corte deliberado entre los académicos y los intelectuales, los escritores, los pensadores, los creadores, figuras que forman parte de la vida social pero no de la universitaria. Algunas llevamos en un mismo cuerpo esas dos identidades que se van separando cada vez más. Como digo a veces en broma hacemos doble vida casi clandestinamente. Como sistema de intercambio de ideas eso no es sostenible. Veo cómo gente que le apetece escribir o investigar sobre ciertos asuntos que no van a tener mucho impacto en las publicaciones especializadas abandona la universidad.