En la Sala Gades se presentó la obra No es la lluvia, es el viento, escrita y dirigida por Raúl Cortés, para completar así su Trilogía del Desaliento, cuyas partes anteriores fueron Contadoras de garbanzos y No amanece en Génova. Para este espectáculo la compañía Trasto Teatro trabajó en colaboración con la compañía SilencioDanza, creando un montaje de teatro-danza que combina flamenco, danza contemporánea y lenguaje de máscaras.

El resultado es una representación emotiva, elegante y refinada, que nos habla de la soledad, de los miedos, y del sometimiento a nuestras propias angustias e inseguridades. Con poco texto y mucho baile vemos como la bailarina protagonista se debate en su dolor buscando una salida o una compañía, y logra despertar sus más hondos temores encarnados en un ser monstruoso y siniestro, al que deberá enfrentarse para mantener su integridad. El personaje enmascarado es capaz de provocar ternura o terror al mismo tiempo, se vuelve autoritario y dominante. El diálogo es danzado e intenso, en un contrapunto entre fervientes zapateos, fuerte gestualidad o desgarradores silencios. Hay acciones mecánicas, repetitivas, obsesivas, cargadas de intensidad escénica que denotan esa lucha despiadada con aquella parte oscura o maligna de nuestra propia realidad. La coreografía avanza entre el más puro estilo flamenco con intenso taconeo y los cuadros de música clásica, donde la orquestación plena acompaña movimientos lánguidos o de estallido y corridas por el escenario al son del llanto de los violines o las escaladas de pianos.

De este modo el ritmo presenta muchas variaciones y altibajos, que dan una intensidad muy dramática a la composición del espacio sonoro. La iluminación también está fuertemente contrastada, con algunos momentos de apagones absolutos aunque la danza continúe. La escenografía minimalista y despojada consta de cuatro sillas mecedoras que las bailarinas-intérpretes mueven para enmarcar las diferentes acciones. A modo de espejo reflejado cuelgan otras cuatro sillas del techo, dando un efecto de gran riqueza visual. La puesta en escena es efectiva y brillante, creando ese clima inquietante y lúgubre, donde solo puede triunfar el dolor. Porque cuando el personaje pierde sus zapatos de tacón y se entrega a la voluntad de la máscara, ha perdido su identidad y el miedo le ha impuesto su propio rostro. Esa nueva máscara suya la transforma en otro monstruo debilitado, carente de belleza y hundido en su propia particular tragedia.