Lolita Flores se convirtió en La Colometa para La Plaza Del Diamante en la programación del Festival de Teatro de Málaga en el Teatro Cervantes. Se trata de un monólogo versionado de la novela de Mercè Rodoreda, que ha tenido ya diversas versiones, que ahora se nos propone como una confesión en primera persona de la protagonista al espectador.

El escenario contiene sólo un banco del parque o de la misma plaza en la que Colometa (Paloma en catalán) se sienta como una más de las aves del entorno a contemplar su historia. Ella es una de las víctimas de la Guerra Civil que vivieron infancia, adolescencia y madurez en una época en que ser mujer no tenía más mérito que la de ser obediente y sumisa madre y esposa. Así lo asume y así lo teme desde los primeros momentos en que su ser empieza a ser racional y abandona la inocencia. Sin embargo, y aunque su lucha no sea la de una heroína dramática, es la de tantas personas que tienen que sobrevivir a sus propias convicciones, tragárselas, conformarse, para poder continuar en un mundo que les niega su identidad personal. Ser útil a los demás y cumplir con el deber otorgado. Colometa así nos lo va desgranando, sin estridencias -como ha vivido siempre-, de niña a esposa a madre a viuda y nuevamente casada. La felicidad sólo en pequeños detalles cotidianos y privados, la tristeza en su día a día. Lolita, la actriz, apenas se mueve del banco, apenas gesticula, nos cuenta con pequeños detalles gestuales la conducta de esta mujer triste.

La intérprete aprovecha esa condición mínima de la protagonista para hacer mínima su actuación. Tal vez por eso no se vendieron las localidades de segundo piso hacia arriba, porque la lejanía habría hecho imposible reconocer la concentrada mirada, el gesto austero, y la voz íntima, porque Colometa no puede ni sabe hablar en voz alta. Ni tan siquiera es capaz de lanzar un grito desesperado y liberador como nos narra que hizo. Aunque tampoco habría venido mal compartirlo con algo de microfonía. Colometa-Lolita puede confesarse a media voz y con cariño, hasta que de las tripas llegan momentos de desesperación donde la actriz luce su faceta dramática. Y ahí sí que se luce, porque puede, porque es una actriz cercana y convincente de la que se ha aprovechado estupendamente una calculada dirección artística de Joan Ollé. Sólo reprochar que la mesura tardara en dar paso a la complejidad; el ritmo se habría beneficiado de otras variaciones intermedias que aportaran riqueza al monólogo teatral.