Las relaciones entre la fotografía y el arte se manifestaron ya desde los primeros años en las obras de Daguerre y en los calotipos de William Henry Fox Talbot. Los primeros fotógrafos ya quisieron emular el arte de los pintores, pero al mismo tiempo, sin proponérselo, influyeron en la pintura al permitirle liberarse definitivamente de la obsesión realista y buscar nuevas experiencias estéticas. Gracias a la aparición de la fotografía el arte de la pintura encontró hallazgos revolucionarios, del impresionismo a la abstracción. Al mismo tiempo, la fotografía se vio influida también por los nuevos caminos de la pintura y desde entonces mantiene con los lenguajes del arte una enriquecedora interacción. La aceptación de la fotografía como una manifestación artística se consolidó desde la segunda mitad del siglo XX y es frecuente que los museos acojan exposiciones temporales de fotografía e incluso cuenten en sus colecciones con obras de grandes fotógrafos.

En esta interacción entre arte y fotografía hay que situar la iniciativa del Museo de Prado de mostrar la obra de doce fotógrafos convocados para una experiencia que trata de ver el museo a través de la mirada de artistas contemporáneos que tienen en común estar identificados con la fotografía artística y creativa. Cada uno de ellos aporta dos fotografías que representan una mirada sobre obras, espacios o arquitecturas del museo que son reflexiones desde la fotografía sobre un templo del arte y la cultura y al tiempo que un diálogo entre dos manifestaciones artísticas desde la historia y la contemporaneidad. Como escribe Calvo Serraller en el catálogo de la exposición sobre las fotografías, «las hay que espacian el tiempo; otras que dinamizan el espacio, y, en fin, algunas que son transgénicas, pues van más allá de las limitaciones conspicuas de los géneros».

Imágenes para la reflexión

Así, en Sala principal, Juan Manuel Ballester vacía la sala más conocida del Prado, la que acoge Las meninas, el cuadro de Velázquez que a los ojos del fotógrafo y el espectador aparece también vacío de personajes. Es la imagen del Prado como contenedor arquitectónico, una variación de la serie Espacios ocultos de Ballester, en la que a través de la manipulación digital establece un diálogo con los clásicos. Relacionadas también con la arquitectura, Aitor Ortiz muestra dos espacios interiores vacíos que esperan colgar de sus paredes cuadros o tal vez de las que ya se hayan descolgado. Unas imágenes relacionadas con las reflexiones del fotógrafo sobre lo estable y lo inestable, la presencia y la ausencia, la luz y la oscuridad.

La pareja formada por Belda y Rosa entreabren las puertas de dos de las salas para atisbar desde ahí los retratos ecuestres de Carlos V de Tiziano, y del infante Fernando de Austria, de Rubens, poniendo por títulos a sus fotografías los lugares de las victorias militares que se representan en los cuadros, Ribera del Elba y Colina de Albuch. Es una reflexión sobre la guerra y el poder que también está en las obras del último Premio Nacional de Fotografía, Cristina de Middel, quien superpone dos retratos de miembros de una misma familia dinástica cuyo resultado muestra una imagen abstracta que representa una referencia a la endogamia y a la perpetuación del poder a lo largo de la Historia.

Joan Fontcuberta aprovecha las fotografías que hizo en el Prado el francés Jean Laurent en 1883 para mostrar el deterioro que ejerce el paso del tiempo. Intenta mostrar imágenes enfermas, imágenes que sufren, inspirándose en el grafoscopio de Laurent, que recreaba todas las obras del museo en una especie de panóptico desde el que el espectador las contemplaba en su totalidad sin necesidad de moverse. Sus fotografías de detalles se convierten en abstracciones que recuerdan a las obras de Antonio Saura y Manolo Millares.

Alberto García-Alix superpone diversas partes de una misma figura -manos, rostro, cuerpo- para reconstruir una obra nueva y diferente. Con sus fotografías reinterpreta las pinturas y muestra la modernidad de lo clásico.

El retratista Pierre Gonnord presenta la fotografía de una corneja disecada del Museo de Ciencias Naturales, recordando que este era el inicial destino del edificio de Juan de Villanueva que alberga el Museo del Prado. Completa su mirada con el retrato de un joven visitante que recuerda el autorretrato de Durero.

Manteniendo su estilo, Chema Madoz fotografía la convergencia de líneas en la esquina de una de las estancias del museo y una escuadra y un cartabón como metáfora del orden y el canon. Ambas obras llevan a una reflexión sobre los marcos que encuadran las pinturas.

Las imágenes de San Hermenegido y La Ascensión inspiran a Isabel Muñoz para sus fotografías, en las que ambas figuras aparecen como bailarines sumergidos en las profundidades marinas que se elevan al modo como los santos se representan en el arte ascendiendo a los cielos.

La madrileña Pilar Pequeño, interesada por el mundo de la naturaleza y la botánica, ha elegido dos bodegones para crear relaciones entre ellos, mostrando distintos cuadros de imágenes hiperrealistas. Por su parte Javier Campano también recrea dos bodegones en los que evoca la cocina familiar de la infancia del fotógrafo. Finalmente, Javier Vallhonrat fotografía desde el suelo fragmentos de paisajes del Prado que se superponen e interrelacionan para crear nuevos espacios.