Tenía un nombre y un apellido en los papeles no tan singulares: Jacques Stern. Y otro pseudónimo que sí daba pistas de la grandeza y peculiaridad de su biografía; el Barón Rothschild o el Barón Loco, como también lo llamaba aquel célebre yonqui de las letras que firmaba como Wiliams Burroughs y que fue su amigo durante toda la vida pero más intensamente en los años parisinos del Hotel Beat, donde se fraguó la collera mítica de Allen Ginsberg, Gregory Corso o Peter Orlovsky, entre otros.

Pues bien, aquel Baron Rothschild era primera fila del Tablao El Jaleo de Torremolinos muchas noches de mediados de los sesenta en la que su excéntrica figura, en silla de ruedas y rodeado de asistentes/as personales, llamaba la atención pero no era para nada relacionada como la de uno de los compinches más célebres de la generación literaria más brillante del pasado siglo en los Estados Unidos. Aquel Barón daría para muchas anécdotas entre flamencos como Mariquilla, Chiquito de la Calzada o Carrete, y era muy reconocible en aquella barriada de Málaga entonces, donde vivió y contrajo matrimonio. Pero es tras la revelación de la correspondencia privada de Burroughs hace unos años, muy bien descodificada por Reality Studio, cuando su biografía, llena de sombras, comienza a mostrarnos la dimensión de una especie de mecenas-poeta maldito que nunca quiso salir del anonimato y que dejó un libro luminoso pero exiguamente editado; The Fluke.

Por acercarnos más a su figura, Jacques Stern nació el 3 de junio de 1932 en Francia y era hijo de una condesa y heredero natural del que fue banquero, ministro y además miembro de una de las familias judías más ricas en Europa, los Rothschild. A pesar de que contaba que de joven fue acribillado en las piernas a balazos por los nazis en la II Guerra Mundial, y que por eso andaba en silla de ruedas, lo cierto es que de muy niño emigró a Estados Unidos y no vivió la contienda, contrajo la polio que lo postró de por vida y estudió sólo un poco en Harvard, donde ya llegó como un cerebro brillante pero de donde salió como un artista ajeno al rigor académico. Su padre se suicidaría en extrañas circunstancias y parece que aquello habría podido influirle en su misteriosa y a la vez hiperbólica personalidad.

Neuroastémico, bohemio, adicto, inteligente, excéntrico, rico... Mariquilla, la gran bailaora granadina, lo recordaba hasta las tantas de la mañana entre ellos tomando unas pastillas que luego sabría que eran anfetaminas Bustaid, que lo mantenían en vilo con las evoluciones sobre el tablero de Carrete y de otros tantos de ese momento glorioso para el flamenco en la Costa del Sol. La misma artista recuerda que una noche Aristóteles Onassis llegó al lugar, se cuadró ante él y cerraron la compra de un gran hotel en Estados Unidos en el que luego ella hizo de actuación de apertura. También rememora en su biografía, Ardiendo y echando chispas, cómo un día no lo reconocieron como de la trouppe de El Jaleo y no le dejaron entrar en una fiesta en El Candado, lo cual enfadó mucho al Barón, que tiró de galones ante sus gitanos para que le abrieran la puerta de nuevo.

«Yo lo recuerdo perfectamente, se colocaba cerca del escenario y a veces como yo sudaba tanto le caía agua de mi pelo cuando daba un giro bailando. Estaba siempre con nosotros», recuerda el danzaor gitano Carrete. También lo recuerda Lars Pranger, pintor nórdico, entonces enrolado en el hippismo torremolinense: «Nos encontrábamos en los mismos bares. En el Pedro’s, en el Fat black pussy cat, era un habitual. No tuve una conversación con él, pero se le veía a diario. Vivía en El Bajondillo, yo también vivía allí. Todavía iba con muletas, arrastraba las piernas que daba pena verlo. Tenía una mujer que se llamaba Dolores, muy discreta. Pero no sabía que había escrito nada», confiesa.

Y es que a casi nadie le confesó El Barón que había estado enrolado en la previa de El almuerzo desnudo con William Burrough en París y que había terminado de ir con él a una clínica de desintoxicación de heroína en Londres. Al margen de estas intimidades, en la correspondencia desvelada de Burroughs lo exalta como «un gran escritor, que es mejor que Kerouac, Gregory o tú», le dice a Ginsberg, al que también avisa de que ha escrito The Fluke, una novela que le llevó tan sólo nueve días.

Era junio de 1959 y al mes siguiente en un día más William Burroughs escribiría El almuerzo desnudo, toda una obra cumbre de su experimentalismo. El hallazgo de ambos se habría producido a instancias de Gregory Corso, que lo reconduciría al cochambroso Hotel Beat como posible mecenas al verlo merodear con su Bentley con chofer por la margen izquierda del Sena más de una noche. Él lo dejaría «tirado» en la cama ante Burroughs, con la controversia que causaría esa expresión.

Luego Corso lo halagaría y se casaría con una de sus exesposas. Además lo incluyó en la antología Junge Amerikanische Lyrik de 1961, con algunos poemas en la línea experimental en la que andaban todos ellos. Según la misma correspondencia de William Burroughs, ambos comparten adicción y planes para ir a la India. El autor de Yonqui también le escribe a Paul Bowles y le dice que Stern «es la persona más interesante que ha conocido en París». Ginsberg también le confesaría a Kerouac que aquel Stern escribe muy buena prosa y con ello fabulan con montar una revista literaria titulada Interpol.

La personalidad de loco asoma en otras anécdotas. Jacques Stern mantiene entre sus amigos beats que Hitler no murió en Berlín sino que es un traficante de drogas en Nueva York. A estas cosas se sumarían otros posibles dibujos de su personalidad, como la que decía que era el personaje siniestro que había inspirado al Dr. Strangelove de Kubrick en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Aquí el vínculo amistoso sería el del guionista de aquella obra maestra que interpretó Peter Sellers; Terry Southern que lo conocía y con el que también trató de impulsar una película porno y la versión de Yonqui para el cine.

Pero proyectos inconclusos al margen, aquel barón se desmarca a Torremolinos, meca del hippismo mundial por entonces, y se pirra por el flamenco, confiesa a Burroughs a través de otro amigo que piensa en escribir sobre el mito ibérico del torero El Cordobés. Es la mitad de los sesenta y The fluke, su único y misterioso libro sería publicado en una tirada limitadísima de 250 ejemplares por Buchet-Chastel en París con prólogo de su amigo Williams.

Tras aquellos años locos entre flamencos, que lo siguen recordando, regresaría a Nueva York, donde murió un 15 de junio de 2002 convertido en una nebulosa de poeta maldito cercanísimo a los beats y casi un personaje real de aquel Almuerzo desnudo.

Para más información sobre esta tribuna y el autor visitar www.castillodelingles.es