La editorial sevillana Renacimiento publicó hace tan sólo unas semanas Línea de fuego, el feliz retorno de Javier Puche (Málaga, 1974), maestro del microrrelato, al terreno aforístico, que ya había cultivado en el ciberespacio y en diversas apariciones fugaces en prensa, pero que ahora recopila en un libro audaz y reposado, severo y dulce por momentos, que nos invita a reflexionar sobre la fugacidad y lo permanente, sin alejarse de brillantes descripciones lingüísticas de realidades que, aunque nos parecen ajenas, están justo ahí, en ese vórtice de la realidad al que no queremos mirar. Puche también ha publicado el libro Seísmos (Thule, 2011) y Fuerza menor (La Isla de Siltolá, 2016). Es profesor de Escritura creativa, músico y sus ficciones han obtenido diversos premios y figuran en antologías como Por favor, sea breve 2 (Páginas de Espuma, 2009), Velas al viento (Cuadernos del Vigía, 2012 o Mar de pirañas (Menoscuarto, 2012).

Ahora llega al terreno del aforismo para embarcarse en una bella y titánica lucha con las palabras, alumbrando las zonas de sombra en las que se descompone la realidad con ráfagas verbales y lingüísticas que salen de todo un francotirador de la palabra. En esta entrevista, repasa su nuevo trabajo, habla de proyectos futuros y sueña, por qué no, con que sus lectores masculinos se parecen a Paul Newman y las femeninas, a Kate Winslet.

El aforismo no es un chiste, no es prosa poética, no es un microrrelato ni un refrán. ¿Qué es el aforismo?

El rastro de palabras que deja un escritor sobre el papel cuando fracasa en su conmovedor intento de atrapar verdades voladoras con el cazamariposas roto del lenguaje.

Como aforista, ¿se considera un francotirador de la lengua?

Como lector, me aflige salir ileso de los libros. Necesito que los libros me sacudan, me perturben, me transformen, cambien mi visión del mundo. Los leo para despertar, no para dormirme. Por eso procuro evadir la literatura de evasión. Necesito que los libros me zarandeen. Que me pongan provisionalmente en peligro. Que rompan de un hachazo el mar helado que todos llevamos dentro, según Kafka. Y como escritor, busco provocar algo semejante en los lectores. De ahí que haya utilizado la metáfora del francotirador. Y la del libro como línea de fuego (también la de aforismo como renglón en llamas). Para conmover al lector hay que tener buena puntería. Las candentes palabras que le disparamos deben acertar en la diana de su atención sensible. O al menos rozarla. Dejar indiferente al lector sería un fracaso. Y un éxito enorme hacerlo pensar o sentir.

¿Hasta qué punto los aforismos retratan, en un pequeño regate lingüístico, la realidad que nos rodea?

Según Wittgenstein, creemos ver el mundo, pero lo que vemos no es sino el marco de la ventana por donde lo miramos. El aforismo, más que plasmar la realidad que nos rodea, constituye a mi entender un excelente alféizar donde apoyarnos para observarla algo mejor y reflexionar despacio sobre ella. Pero quizá sólo veamos finalmente el propio alféizar. De ahí que convenga decorarlo con elegancia, volverlo acogedor.

El ibro está ilustrado por Riki Blanco. ¿Qué aportan sus dibujos a este trabajo?

Inteligencia, lirismo, vértigo, densidad, ternura. Riki Blanco es un hipnotizador. Cualquiera que contemple sus ilustraciones perderá la razón al instante para bien.

¿Cómo se imagina a los lectores de sus aforismos?

A ellos, con el rostro de Paul Newman. A ellas, con el de Kate Winslet. Gente bella, vulnerable, reflexiva, empática, heterodoxa, sublime. Criaturas de otro planeta. Y me consta que son justo así, porque los conozco personalmente a todos.

El humor ocupa una parte muy importante de sus aforismos. ¿Podemos sobrevivir sin reírnos de lo que nos rodea?

Sin el humor, yo no podría sobrevivir. Es el escudo que me defiende de lo terrible. Y lo terrible acecha por todas partes. La propia palabra terrible es terrible. Puestos a elegir palabras que empiezan por t-, prefiero con mucho las palabras titiritero, tenguerengue o tarambana, que me hacen esbozar una sonrisa fácilmente.

¿En qué trabaja ahora?

Escribo una obra de teatro, género que no había abordado jamás como autor. Aunque sí como actor en mi remota adolescencia. Escribo teatro para averiguar cómo se escribe teatro. Y de paso para averiguar cómo se escribe. Porque aún no lo sé.