Dedicado a la memoria de su padre muerto en el año 2015 y encabezado por unos versos de Dylan Thomas, de los que procede este anticomercial y poético título, el recién publicado libro de Ricardo Menéndez Salmón, No entres dócilmente en esta noche quieta, hace una interesante propuesta. En primer lugar, porque desde el pórtico el autor ya anuncia que se va a desprender de los artificios de la literatura para hacer una observación desapasionada, científica, forense, «precisamente como si mi padre no fuera mi padre».

El relato que se le ofrece al lector es el de la enfermedad del padre, a partir de un primer infarto, y el efecto devastador que las consecuencias de esa enfermedad tienen en el hijo de apenas once años, el propio autor, al que de golpe y porrazo le roban la posibilidad de la alegría y el recuerdo de cualquier otro tiempo mejor. El parecido que establece el narrador entre su propio padre y el actor francés Maurice Ronet, que protagonizará una de las películas favoritas del hijo, El fuego fatuo, de Louis Malle, nos llevará a comprender de un modo universal, desde el caso que nos ocupa, el posterior alcoholismo del padre como síntoma del desencanto y la escombrera de la madurez, cuando se nos describe una pequeña secuencia. El efecto de la lectura de ese fragmento será la necesidad de ver la película completa, como mínimo la mencionada secuencia disponible en YouTube.

Enfermedad, dolor, hospitalización, un agujero negro que devora cuanto se encuentra a su paso en la reducida esfera de una familia aislada, de la que tarde o temprano habrá que escapar. La vía por la que sale Ricardo Menéndez Salmón es física, al abandonar la casa con apenas veinte años, e intelectual, por medio de la paciencia y laboriosidad del trabajo literario. El perfil del padre se va haciendo con un dibujo muy sutil que nos aporta matices. Tuvo vocación de actor, pero la dejó pasar. Fue un tenaz coleccionista. Fantasioso por obra del alcohol. Amigo de la buena mesa. La vida truncada del padre es un correlato, a veces invertido, a veces no, de la vida incipiente del hijo, que desde los veinte años vive ya en ese «espléndido impudor de la literatura».

Con la cita de Norman Mailer que aparece en el libro, «es la vida de la que no puedes escapar la que te da el conocimiento que necesitas para crecer como escritor», el autor intenta explicar uno de los asuntos esenciales de su obra, su fascinación por el mal, entendido aquí como injusticia íntima que atraviesa su biografía. Escribir sobre el padre es escribir sobre el hijo también. La enfermedad del padre le susurra al hijo cada día la posibilidad de la muerte desde tan indefensa edad. Hay episodios muy breves, apenas esbozados, basados quizás en conjeturas, que el autor evita, como el de la huida del padre de casa y su posterior aparición en un hotel de carretera «jurando y perjurando que quería matarse bebiendo». Episodios que en otra literatura, ni mejor ni peor que esta pero otra, serían frecuentes, aquí quedan al margen: «Sospecho que este tono entre el costumbrismo y la brutalidad no sienta bien a este relato».

Intenciones

Ésta es una de las cualidades en la escritura de esta historia o por lo menos una de las intenciones que se propone cumplir su autor y que lleva a cabo con absoluta solvencia. Distancia, «comprender el desamparo de todos los hombres, pero sin compasión» en palabras de Thomas Bernhard, que cita el autor. Ninguna vida encierra ninguna lección. La vida es lo que sucede. El mismo día, un 27 de diciembre de 2006 es el día en el que el padre es operado una vez más enfrentándose a la muerte y el hijo tiene por primera vez en sus manos el ejemplar del libro que va a suponer su arranque definitivo como escritor profesional. La vida encierra en un mismo momento dolor y también placer de ver un sueño cumplido. Ese libro, La ofensa, da la salida al periodo de cuatro años en los que el hijo, convertido de la noche a la mañana en un escritor de éxito, hace su particular curso de vivir deprisa: tiene a dos de sus hijos, publica cuatro novelas, destruye su matrimonio, viaja, gana premios y siente la caída. No obstante, el autor pasa a distancia de esos asuntos, fiel al lema de que el anecdotario no le sienta bien al tipo de relato que quiere construir; este es el gran mérito de su apuesta, también el riesgo de que algunos lectores acomodados se queden fuera. No lo seamos. Seamos lectores que buscan libros para conjurar la realidad cuando hay un escritor que se atreve a intentarlo.