Desde el principio estaba claro que esta edición del Festival de Málaga iba sobre mucho más que películas. Los aficionados más recalcitrantes suelen decir eso de que el cine es más grande que la vida pero, en realidad, el cine sirve para hacer más grande la vida. Y eso es precisamente lo que ha demostrado el equipo comandado por Juan Antonio Vigar: en estos tiempos tan duros, amargos y grises, marcados por una pandemia que nos ha inoculado uno de los sentimientos más humanos pero a la vez más peligrosos, el miedo, se necesitaba un empujón, un estímulo para arañar un poco, lo que fuera, de esa vieja normalidad que tanto se echa de menos. Sentarse en la butaca del Teatro Cervantes o del Teatro Echegaray ante una pantalla iluminada por imágenes nos ha supuesto una pequeña gran victoria, personal y social, frente al virus que nos ha atenazado durante meses.

Siempre que hablaba de esa vigésimo tercera cita del certamen, la de las mascarillas, Vigar hacía hincapié en su capacidad simbólica: el primer reencuentro con el cine español (después vendrá San Sebastián) debía demostrar que la cultura no sólo es seguro sino necesaria, imprescindible para salir de este abismo sin fondo aparente en que nos ha metido la Covid-19. Mucha, muchísima responsabilidad sobre los hombros de los organizadores del Festival, desde luego. Pero han cumplido su objetivo prioritario: las proyecciones y actividades se han desarrollado siguiendo todos los protocolos higiénico-sanitarios estipulados, no ha habido incidentes de ningún tipo y, en general, público y acreditados han manifestado disfrutar de una experiencia absolutamente segura. Que desde nuestra ciudad se haya marcado un primer estándar a seguir en este tipo de citas debe ser motivo de orgullo, desde luego.

Nadie esperaba que ésta fuera una edición de glamour, claro. Sin alfombra roja ni multitudes agolpadas, aquí no iba a haber mucha fiesta, estaba claro. Pero, lo he escrito a lo largo de estos días, he echado bastante de menos un mayor compromiso por parte de la gente del cine español con su festival, el que se dedica por entero a ellos y el que se ha partido la cara en tiempos de coronavirus por nuestra industria. ¿Por qué en Hollywood Tom Cruise anima a los espectadores a regresar a las salas grabándose un vídeo viendo 'Tenet', una película en la que no tiene nada que ver, y aquí sólo hemos visto a los equipos de las películas en promoción y poco más? ¿Tan ocupados están todas las estrellas de nuestro cine y televisión para no buscar un huequecito en su agenda y apoyar con su presencia al certamen malagueño?

El caso es que la ausencia del factor social, del chillerío de fans en las atestadas alfombras rojas, ha coincidido con la selección cinematográfica más seria y rigurosa de los últimos años del certamen (la Sección Oficial ha contado con un puñadito de películas formidables, y apenas de ésas de vergüenza ajena, incluidas con calzador como ha sido habitual durante tantos años). Se ha demostrado que si se quiere, se puede hacer un festival más centrado en el hecho cinematográfico puro y duro. Otra cosa es que el modelo malagueño busque el equilibrio entre lo fílmico y el hecho popular, lo cual no es malo de partida.

Ahora, a pensar en junio del año que viene, cuando se celebrará la vigésimo cuarta edición del Festival de Málaga. ¿Será por entonces el coronavirus un duro recuerdo? ¿Habremos tirado las mascarillas a la basura e iremos a boca descubierta por la vida? Ojalá. Lo único claro es que, con virus o sin él, siempre tendremos al cine como apoyo, hombro y muleta para tiempos de zozobra vital. Y a unos valientes en Málaga que así lo defienden.