Tres páginas conformaban el segundo de los conciertos de abono, de esta atípica pero interesante propuesta musical, que propone la Filarmónica de Málaga para esta nueva temporada de conciertos. Programa clásico -obertura, concierto y sinfonía como colofón- en lo que fue un juego de espejos a caballo entre el siglo veinte, de la mano del cada vez menos desconocido Carl Nielsen, y el albor del clasismo que encarna W. A. Mozart en la primera de las sinfonías del tríptico que clausura su ciclo sinfónico. Y todo ello con el máximo del aforo permitido y muchos aficionados que nuevamente no han podido conseguir localidad.

Concierto oscilante en muchos sentidos, con mucha intención en la batuta invitada del malagueño Arturo Díez Boscovich y de resultado un tanto gélido como la recepción de la obertura de Idomeneo, rey de Creta que fue evolucionando en tensión y encuadre por parte del conjunto sinfónico que sigue leyendo a Mozart como en tantas y tantas otras oportunidades que han caído en lo resuelto pero no en la genialidad que guarda el músico de Salzburgo. Con todo destacar la sección de maderas, verdadera protagonista de este último programa de la Filarmónica, frente a las cuerdas que protagonizaron algún que otro desajuste.

De la mano de C. Nielsen llegó la flauta Pilar Constancio con una de las obras concertantes para travesera más importantes dentro del repertorio para este instrumento. Página exigente tanto para el solista, como también para el oyente por cuanto no existe una linealidad en lo que a estructura formal se refiere y los motivos se suceden entre constantes cambios de tonalidad, ritmo y una amplísima paleta de color en la orquesta completado por los continuos diálogos entre solista y atriles. Destacar en este sentido cómo el primer tema expuesto por el conjunto fue inmediatamente asumido por la omnipresente flauta de Constancio destacando el contraste en pasajes protagonizado por el trombón o la doble cadencia con la participación del clarinete del maestro Blanes. El allegretto de cierre puso a prueba el virtuosismo técnico de Constancio en la sección final del tiempo.

Mozart no llegó a conocer el estreno de sus últimas sinfonías de hecho cuando redacta, en apenas dos meses, la número treinta y nueve Viena apetece oscura y arisca hacia el músico, algo que se deja intuir en el adagio de apertura que el maestro Díez Boscovich manejó con la solemnidad que exige el movimiento aunque no acompañado por el conjunto como evidenció el escaso empaste de las primeras cuerdas (ausentes en todo el programa) para recomponer el pulso en el adagio. El escueto y bellamente labrado minuetto dio paso a un decidido finale que Díez Boscovich condujo con decisión y claridad de ideas. Por cierto, un gran pilar las maderas de la OFM.