Conversábamos. Era capaz de poner en pie, con el pretexto más trivial, una conversación enriquecedora, plena de sabiduría y gracia en la que, las más de las veces, me tocaba el papel de sparring. Conversábamos en el reservado de El Vereda, ante un gazpachuelo de aquellos que hacía Amparo, sobre la hondura, casi litúrgica, de la malagueña de El Mellizo cantada por Aurelio Sellés y me ilustraba su aseveración o su argumento apuntándose por lo bajini con eso de al compararte yo un día/ con la que a mí me dio el ser? Conversábamos cuesta de Santa Ana arriba, mientas buscábamos en la alta Axarquía un encuadre adecuado desde el que abocetar sobre la marcha (con pronteza) el Boquete de Zafarraya y recitábamos al alimón sonetos de Hernández hasta que a alguno de los dos se nos atragantaba un endecasílabo. Por el sendero van los hortelanos/ que es la hora sagrada del regreso. Por el sendero, no, Carlos, por una senda. Bueno, pues por una senda van dejando por el aire impreso/ un olor de herramientas y de manos. Conversábamos en el ordenado caos de su estudio sobre cualquier cosa, con esa invariable urdimbre suya que era una mezcla perfecta, nada impostada, natural, entre su condición de intelectual y su evidente pasión por el duende de la cultura vernácula, desde los verdiales hasta la Semana Santa, que a sus correligionarios de izquierda tanto les costó entender.

Parafraseando a Belmonte, dije refiriéndome a él un día, que se pinta como se es. Su plástica, emocionada y limpia, era un reflejo cabal de su personalidad. Nunca le vi aceptar un encargo en vano, ni caer en la tentación de salir del paso tirando de oficio o de sus más que sobrados recursos. Meditaba por adelantado y ese pararse a pensar previo formaba siempre parte del making-of de cualquiera de sus obras, de manera que la deslumbrante sencillez o la simplicidad aparente que a primera vista nos revelan cualquiera de sus cuadros son la consecuencia de aquel estudio a fondo, anterior a tomar los pinceles.

Lo había vivido antes de pintarlo y eso siempre se nota. En sus carteles de asunto religioso o cofrade, o en sus series espléndidas sobre la copla o el flamenco, además de mucho oficio, técnica pictórica y amplios recursos de un maestro, hay sobre todo arte y pasión. Y una pasión, además, indisimulada, propia de quien ha vivido todo ese mundo con intensidad y lo ha incorporado a su bagaje vital como un santo y seña. Eugenio Chicano sabía muy bien que a ese tipo de cosas no puede uno acercarse con indiferencia o contemplarlas desde la distancia; que, más que presenciarlas, hay que vivirlas hasta que te sacudan y conmuevan, -te traqueteen- como él decía. De aquí ese significativo primer plano que siempre le brotaba de forma instintiva cuando abordaba obras de este tipo, y que revela que se sentía muy próximo a lo que pintaba, que se situaba en el mismo cogollo o se sumaba a la bulla entusiasta y arrebatada de esos incondicionales que asisten siempre en la primera fila.

Traqueteaba, sí, continuamente su existencia como fuente primera de inspiración. Era de esos artistas que no tienen que buscar estímulos en el exterior para generar su actividad creadora y le echaba horas y horas a su oficio. Inacabables jornadas en las que el descanso era invariablemente la conversación, siempre la conversación, la sabia y formidable verbalización de las ideas, el pensamiento, las convicciones políticas, las aficiones, las devociones, las noticias recientes, los amores o los recuerdos aflorados y confrontados con su interlocutor. Todo cuanto le rodeaba, no sólo no le era ajeno o indiferente, sino que provocaba el comentario inteligente y a cuento, con las ideas claras y los adjetivos afilados, certeros. Y todo ello sin perder de vista la obra sobre el caballete por si de pronto tenía que levantarse de su butaca negra para rectificar un perfil o atemperar un magenta insurgente.

Era desde luego consciente de estar tocado por la vara de los elegidos, pero eso no le llevó nunca a acercarse a los demás con condescendencia ni se mostró ajeno al entorno en que se desenvolvió, ni como artista vivía en su torre de marfil y tampoco se sabe de alguien al que le dijera alguna vez que no al acudir a su estudio. Fue una persona cercana y un vecino más de calle Victoria que se paraba contigo en la acera o que te cogía el teléfono cuando lo llamabas. Estar a su lado, dónde bullía la vida y siempre pasaban cosas estimulantes, algunas que incluso ignorábamos, era asistir a la fiesta continua de la amistad leal y a la maravilla de cualquier cosa que entre manos se trajera. Ese era Eugenio Chicano. Mi amigo queridísimo el de Verona y el Palomar del Pimpi; el de la Bienal de Venecia y los techos de La Esperanza; el de la conversación y la confidencia; el que me telefoneaba a media tarde para regañarme porque hacía seis días que no nos veíamos, el artista esencial que me llamó hermano, el maestro de la inconfundible mancha plana y el contorno nítido muerto en activo y lúcido, con cosas por hacer e ilusionantes proyectos en espera. Hoy hace un año.