Ser un secreto que despierta cada noche y refleja el misterio de su belleza en los otros. Un beso oscuro cuya absorbente pasión convierte la sangre en salvoconducto. Es fácil reconocer al vampiro con estas líneas que sirven para dibujarlo como otro rostro del dandismo del siglo XIX, transgrediendo fronteras, haciendo del sexo, del crimen y su metamorfosis, un peligroso elixir de la inmortalidad. Si nació gótico en el XVII por la pluma entre otros de Gottfried August Bürger, y su célebre poema Lenore de 1773, no es hasta el XIX cuando Polidori lo recrea elegante, ambiguo, aventurero, igual que su amigo Byron, en su novela El Vampiro escrita en la noche del lago Leman. A aquel dandi amante de vírgenes que ofrecen enamoradas su cuello en blanco lo sublimarán también Maupassant y E.T.A.

Hoffman, hasta la llegada de Bram Stoker que unificó todos sus semblantes y lo fijó en nuestro imaginario. A esa estirpe de los abducidos por este dandismo de vértigo en seda y rojo, pertenece José María Pérez Zúñiga, autor de Para quién no brilla la luz. Otra vuelta de tuerca de envolvente perfección de atmósferas y una trama propia del thriller, al vampirismo que ya abordó en La tumba del Monfí, más sujeta al mundo onírico y a una mirada gótica y psicológica sobre el fenómeno.

no se si tiene José María Pérez Zúñiga en su ADN néctar RH negativo de Transilvania, ni si alguna vez escapó de alguna nocturnidad femenina de las que se cruzan en hoteles donde la seducción y la soledad beben en la misma barra donde nadie se parece del todo al que ve en la niebla de sus espejos. Lo que si tiene es una estupenda hemoglobina literaria para oxigenar la escritura de género, y mantener bien el pulso narrativo en el dibujo de ángulos y de sombras en torno al naturalismo expresionista de sus personajes y sus psicologías, y a la gestión de la trama a cuyo aliento queda prendido el lector desde el inicio. Para quien no brilla la luz está armada en duetos protagonistas que van alternándose en la estructura policíaca de la historia entre lo que sabe y lo que se oculta, lo que se intuye y los desenlaces bien resueltos, con su fondo de crítico fresco social. Parejas como el forense Joaquín Moya y el policía Miguel Serrano, cada uno en una frontera vital entre la desazón de la rutina, lo científico y la oscura sombra de Jung que llevamos dentro, a la caza de la Dama negra; como la de las amantes con diferentes dependencias afectivas Irene y Eva, y encadenadas a otras claves del suspense como Irene y Laura, Irene y El vampiro, e Irene y Miguel. Cada una de ellas contribuye al viaje de la historia a la que Pérez Zúñiga le sube la temperatura con orgasmos de muerte, juegos eróticos desenvueltos con credibilidad carnal, a la vez que introduce en la trama reflexiones morales en torno al mundo que conocemos y se acaba, vapuleado por las consecuencias del cambio climático, las tragedias colectivas y la pérdida de valores éticos. Destaca igualmente en la novela la radiografía escénica y metafórica de un Madrid decadente, en torno a Lavapiés y La Latina, territorios imprescindibles para el subgénero en el que nos sumerge. Y no falta, siempre le ha gustado desde su excelente novela Rompecabezas, la metaliteratura dentro de la novela como hace aquí a través del simbolismo de las ciudades: Granada, la infancia y la ficción por la que toda visa se desliza, lo mismo que el miedo al padre que pespunta la historia; el Madrid multirracial en el que se suceden la drogas, la prostitución, la gente tóxica, el odio, y Ronda donde el pasado y los sueños son la raíz de todo lo que converge en un cementerio. Destaca también en la novela el guiño a otros personajes como José Zúñiga, el doctor Eusebio, y la periodista Carmen Mendoza que le permite revisar el mito del vampiro.

Abrocha en alto la novela y su desenlace Pérez Zuñiga y nos deja, entre un aire melancólico y sabor de buena literatura, la reflexión de Claude Kappler: si el vampirismo fascina es porque representa una imagen del hombre contemporáneo.