Es la hora. La muerte de uniforme a la que mirar de frente con los ojos sorprendidos, como si no fuesen tuyos y fuesen de otro, con el latido violento y desconcertado de un corazón que nunca será de la muerte. Parece una sentencia, las últimas líneas del cuaderno cautivo de alguien condenado en el corredor de la muerte de una cárcel norteamericana, donde a la vida se la mantiene a salvo para ser humillada en su vigor con la ley de una aguja química. Lo parece y en parte lo es, pero en realidad se trata de uno de los ejes de una novela rotunda, ética, literariamente en carne viva y escrita para impactar en la conciencia y en el corazón. No es una novela, esta de la que les hablo 'Seis maneras de morir en Texas', con la vocación del truco del escándalo ni enmascarada de trinchera y transgresión. A Marina Perezagua la mueve una literatura que agita y que duele, que disecciona la naturaleza de lo humano en sus mundos abisales y en sus turbias supervivencias, escarbando lo que duele, lo que se sueña y cicatriza a través del encantamiento de una escritura cuyo lenguaje embellece lo crudo y lo violento, la ternura y lo dramático como quien dibuja una geisha sobre los rasgos de un cadáver. Ya lo hizo con la piel quemada de "Yoro" y la sexualidad negada, y asciende en temperatura y escarpelo ahora con 'Seis maneras de morir en Texas' en cuyas páginas denuncia el tráfico de órganos en China y las condiciones de abuso psicológico y físico del Corredor de la muerte.

Una novela con la que Marina Perezagua se consolida con sobresaliente identidad y fondo de escritora maverick, libre de clichés y de temáticas generacionales, independiente de discursos estéticos, oportunas actualidades y arquitecturas a las que se les intuyen ecos y maquillajes. Es al contrario una narradora atrevida que disfruta con las catarsis en las que sumerge la respiración de su escritura en busca de argumentos que exuden efluidos, que adentren al lector en texturas de los sentidos y los conduzcan al fondo oscuro donde todo lo humano padece, se esconde y se interroga desde lo íntimo y desde lo político. Lo hace practicando una autopsia descarnada a la crueldad, al desamparo, al miedo, al peso de la familia, a la necesidad y grandeza del amor como antídoto, sublimación de la entrega y peso de la culpa. No juzga pero desnuda. No etiqueta de moral el comportamiento de sus personajes, deja que sean sus acciones y sus palabras las que los definan sin simbolismos, impredecibles, ambiguos, perturbadores, el adjetivo que enhebra la obra de esta autora con pulso de cuentista en la respiración del ritmo de lo que cuenta, en la brevedad con la que compone la intensidad de sus capítulos. Lo mismo que maneja de la novela la musculatura y los nervios de la trama que se ramifica y se reencuentra sin perder armonía.

No sólo Perezagua construye lenguaje Igualmente arma arquitecturas narrativas que se arriesgan a viajar la historia de la mano de dos voces: un narrador desde dentro, otro narrador desde fuera. Lo que ocurre de acuerdo al sentir de Robyn la protagonista rebelde en su ceguera, y lo que ocurriría como desenlace inesperado para todos los personajes de una telaraña de tiempos, de imposturas, de trágicos equívocos. De este modo, los lectores leemos el presente de Robyn, confinada en la Unidad de Mountain View de Texas, y a la vez aguardamos su futuro. Su historia, la de su padre y la historia de Zhao. El destino de la ciega que cambia el corazón de un crimen y de una deuda por las córneas de la vida, y el destino de Xinzàng en busca del descanso del espíritu shen de su abuelo. Ambos protagonistas como cuerpo y piel, catarsis y palabra, a través de epístolas cruzadas y los ángulos narrativos desde los que abordar las prácticas clandestinas para extirpar en vivo un corazón para trasplante; las consecuencias de los actos; la mentira de la reinserción social; el deseo de amar y de ser amada; la capacidad de luchar por ser una mujer libre.

Una novela de cuyo final se escapa blanca una mariposa que fue negra.