Hay quien cree que el periodismo es una disciplina etérea, anclada en anquilosados razonamientos teóricos y sólidas e inamovibles divisiones entre géneros. Tal vez estos, llenos de ideas preconcebidas, son quienes disfrazan la realidad con un corsé acorde a sus estrechos esquemas mentales. Pero el periodismo es un reflejo de la vida, una herramienta existencial que nos ayuda a contarnos y a contar, una fotocopia de lo verosímil que se abre paso cada día en las páginas de los periódicos, esas novelas cuya elaboración nunca cesa. El periodismo es, en definitiva, un reflejo del vivir y quien aspire a contar lo que pasa, desde la atalaya insustituible de la prensa diaria, hará bien en observar lo que ocurre en derredor para que sus columnas, y este es el primer mandamiento del buen periodista, estén llenas de color y calor, sin adoctrinar, aconsejar o zaherir. En estos días no tan azules las columnas se nos tiñen de ideología y, si echamos de menos al gran Manuel Alcántara, que era de todos, en Málaga hay una buena trinchera en la que se refugia el gran periodismo patrio, ese que hicieron Gómez de la Serna o Camba o González Ruano. Una de esas oquedades al abrigo de las contingencias bélicas la ocupa Jose María de Loma, redactor jefe de La Opinión de Málaga, cuyas columnas se han convertido en un referente no sólo para los profesionales del periodismo, sino también para muchos ciudadanos que eligen cualquiera de los periódicos de Prensa Ibérica y Grupo Zeta para medirle el alma a los días. Y ahora, gracias a la Fundación Unicaja, podemos leer unas cien de esas columnas juntas en el volumen 'Vacilarle a un ángel'. No es pintura, pero hablamos de una reunión de frescos que hará las delicias de aquellos que valoren una mirada propia alejada de los extremismos ideológicos (ahí hace frío), de quienes valoren, por encima de canonjías y concejalías, el discurrir plácido de los días malagueños en los que un sol tenue del invierno, o el más furioso y arrogante del verano, riega con sus rayos las terrazas de las cafeterías de toda la vida en las que Loma saborea el café junto a los suyos y teje, en una mente luminosa, pequeñas joyas que se mueven entre el periodismo y la literatura, si es que ambos campos no han sido siempre como esos primos hermanos que compartieron una niñez feliz y, con el andar de los años, se dispersan para volver a celebrarse en un encuentro que se da en la madurez. En sus columnas, más de 3.000 en muchos años de carrera profesional, hay ironía sin críticas descarnadas, caricias y regates verbales, aliteraciones, onomatopeyas y metáforas, regalos que el periodista, ya firmemente instalado en la madurez vital, nos entrega a cambio de lo que vale un diario con el fin de que, al menos ese día, podamos sonreír mientras el mundo se derrumba a nuestros pies con el vértigo propio de unos tiempos sucios. En este centenar de columnas escogidas, prologadas por el gran Mariano Vergara, hay literatura, semblanzas, amistad, alcohol, comidas, perfiles mágicos y certeros y, sobre todo, mucho periodismo, todo ello filtrado por un alma periodística insustituible, la de un bon vivant que sabe mirar como nadie.