El peso del padre, la conciencia emocional de lo que fue en nosotros, la huella que dejó la manera de comunicarse con los hijos y de crear su autoridad en el espejo de la familia, en el mundo del que se queda fuera cuando las mujeres de su vida le descubren la orfandad. El padre fabulador que viaja por los mundos de su vida sin dar cuentas de sus esquinas y ausencias, y también a la intemperie cuando se va quedando en fuera de juego. Este vínculo ha sido explorado en la literatura desde siempre, y hay títulos -entre los más recientes Carta al padre de Jesús Aguado o No entres dócilmente en esa noche quieta de Ricardo Menéndez Salmón- que te provocan un nudo, te despiertan interrogantes propios o te afloran otra edad más madura de las paces y la superación definitiva de los traumas infligidos. De todo ello encontrará el lector en A corazón abierto, donde late el de su protagonista con pellizco, fuerza y sombras, con aroma de aquel Varon Dandy de los hombres hechos a sí mismos desde los campos en ruinas de la posguerra y un horizonte todavía sin asfaltar de esperanzas a final de mes y de un progreso con vistas. Manolo Lindo en su nombre y su biografía revisada desde que era un niño que vagabundeaba por una ciudad en ruinas, igual que un jugador de ajedrez calculando los pasos entre la huida del abanico negro de una tía y la manzana y el billete de tren con el que cambia su destino, hasta el momento en el que hace resistencia a la muerte, en un hospital acompañado por un camarada de travesuras y de tiempos en los que no rendir más cuentas que las que él mismo auditaba cruzando España. El país en blanco y negro por que el conduce la brisa de una esposa y madre de las que sacaban adelante a sus hijos y de tripas corazón a sí mismas, a dos varones y a dos hijas de las que la pequeña será una rebelde a lo garcon que tendrá que hacerse un hueco entre el lenguaje de todos, y el que ella ira edificando en su mirada de escritora. También a corazón abierto su lenguaje de la memoria.

Hermoso viaje sentimental, con espíritu de aquel Fernando Fernán Gómez para evocar épocas con sus remiendos de heridas, culpas y dignidades, el que hace con sinceridad sobresaliente Elvira Lindo acerca de su padre, superviviente generacional, perfil de padres y de maridos, sin un manual como el de Pavel Yegórovich que el de Chejov leía a sus hijos. No lo tuvo nuestro personaje Manuel, porque enseguida el lector lo hace suyo -siempre tiene esa habilidad Elvira Lindo de avivar la humanidad cercana de sus personajes entre los ojos que ponen imagen a la escritura y las que la escritura les convocan en su memoria-, que tuvo que ir despejando las incógnitas de sus propias ecuaciones, sin nadie que como hizo él crease una pizarra de verano en su casa para narrarle de los números y sus secretos a sus hijos y sus amigos suspensos en matemáticas. El mismo padre que desembarca en Málaga mientas de un lado a otro de Andalucía El Lute se escapa por la radio y los periódicos entre Ciudad Jardín de Málaga, y el Albayzin de Granada. Aquel héroe de la generación de la autora y de la mía, ninguno existe ahora capaz de ponerle a la imaginación rebeldía y aventura..

Una vida es esta historia que cruza como un torrente sanguíneo con tensión perfecta de literatura por las vidas de otros, con más melancolía por la de la madre y divertimento en torno a la amiga Amanda cómplice del aprendizaje sexual y de la juventud política, y cuya aguja que las hilvana es la de la niña con sandalias rojas que rasca paredes contra los miedos, que escribe poemas en Olivetti, que va creciendo entre desengaños y lecturas, y nunca omite los verbos que escuecen y los que se resuelven con edad de sobra. Elvira Lindo con una prosa desobediente de tristezas, de secretos y desenfocados recuerdos de la memoria, llena de la ternura necesaria que todo lo cicatriza y lo abraza.