Fue marino en un barco de cuya cubierta limpiaba tormentas. En popa, durante las noches de la travesía, leía a Calvino y a Borges, y de vez en cuando levantaba la vista a las estrellas que seguían a lo suyo, cada cual en el destello de un monólogo entre los que a veces se producía un suicidio hermoso en su caída. Leyó los calendarios mayas de Yucatán para entender las matemáticas astrales; visitó el Pére Lachaise el Día de los muertos de 1977 y en sus calles, entre las que el silencio piensa en paz bajo una atmósfera de verdes, se cruzó con el fantasma de Proust. Construyó un Hotel nómada donde en cada habitación pernoctó un viaje y el amor de nombre Simone Sassen. Tuvo muchas vidas pero sólo eligió una, en la que desembocan todas: la literatura. No es extraño que un hombre al que se le puede dibujar este perfil de tiempos escribiese una novela con el título El día de todas las almas. Su lectura me fascinó la primera vez que me adentré en ella pero más la he disfrutado en estos días en los que he hecho isla entre sus páginas. Vuelvo a leer a un autor al que proceso admiración cuando a su trayectoria le otorgan un premio de emperador. Lo hice con Handke cuando por su Nobel se encendieron todas las hogueras del fuego que provoca la cultura politizada. Y ahora con Cees Nooteboom por el Premio Formetor de las Letras que reconoce su talante de viajero, y una prosa tallada desde lo poético, desde la veracidad de una mirada íntegra y el espíritu filosófico que lo emparenta con Steiner, con Calasso, con Magris. Escritores que al igual que Nootemboom son tipos con un mapa de solventes conocimientos estéticos, rebosantes de inquietud desde su escepticismo -especialmente este holandés-, y decididos a vagar sin rumbo para cobrarse piezas con las que contar después un viaje por el interior de lo humano, y los mundos del mundo..

El día de todas las almas es una ficción en la que se habla y se piensa bajo la coartada de una historia. La de Arthur Daane, un cineasta atormentado por el recuerdo de su esposa y de su hijo muertos en un trágico accidente, que se esconde en la deriva flaneur por las calles de Berlín por las que con su oficio captura escenas: un choque automovilístico con un herido de gravedad, un pobre pidiendo monedas en la calle, la nieve que se extiende como un enorme mar blanco por la Kantstrasse o la Göethestrasse. Cuando de su huida se cansa o se llena la mirada de fotogramas con los que contar el futuro de una película borrosa, se refugia en el bar de Herr Schultze con sus tres amigos. Un escultor llamado Víctor, Arno, un filósofo, y su esposa rusa Vera -que es pintora y que sólo escucha como si los grabase a todos- y una científica de nombre Zenobia. Todos forman un coro inteligente que disecciona la importancia del átomo, la esencia del pueblo alemán o su rechazo de las minas antipersonas. Sólo con estas conversaciones el lector disfruta como si fuese el asistente a una mesa redonda en la que la cultura desgrana la condición humana, la construcción y las contradicciones de un mundo que empezaba a presentir lo peor de la globalización y la pérdida del alma europea. Fantástico en ese sentido ensayístico -además de los consejos telefónicos que le da su amiga Erna, sobre su común desarraigo- este libro que Nooteboom enriquece con una historia de amor sartriana entre Daane y Elik, quien anda haciendo una tesis sobre la reina doña Urraca. Una relación de sombras que llevará al protagonista a seguirla hasta España, decidido a encontrar una ilusión, un sentido, algo con lo que vivir en lugar de seguir viviendo.

Tiene ecos de Thomas Mann esta brillantísima novela con perlas como las de Arno con su idea de que el poder económico no parará hasta que el mundo entero coma lo mismo, escuche y vea lo mismo y todos piensen igual, si es que se puede hablar todavía de pensar. «Será el fin de la diversidad».

Su alma deambulará entre las almas de esta novela con la que Nooteboom les despertará.